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CARRASCO TERRIZA Manuel Jesús (Coordinador), Ismael BENGOECHEA IZAGUIRRE, Manuel MORENO VALERO, José Luis REPETTO BETES y Carlos ROS CARBALLAR. Guía para visitar los Santuarios Marianos de Andalucía Occidental. Volumen 12 de la serie María en los Pueblos de España, Edic. Encuentro, Madrid, 1992, 480 págs. Capítulo: «Diócesis de Huelva», págs. 187-290. ISBN 84-7490-289-4. "Nuestra Señora del Rocío. Almonte", págs. 189-206.
NUESTRA SEÑORA DEL ROCÍO ALMONTE
El Santuario de Ntra. Sra. del Rocío, que en sus orígenes debía ser como una isla en la inmensa planitud marismeña, es hoy una aldea de Almonte, de una más que considerable superficie y población estable. Se encuentra a 15 kms. de Almonte, en el borde de la Marisma, y a otros 15 del mar. Lo que antes era punto de paso obligado entre la tierra llana de Huelva y la desembocadura del Guadalquivir, comunicación de los señoríos del Conde de Niebla y Duque de Medina Sidonia, es hoy punto de destino en sí mismo, sin dejar de ser paso para el Parque Nacional de Doñana y para Matalascañas y las populares playas que se extienden ininterrumpidamente desde Sanlúcar hasta Huelva. ¿Qué factores naturales del entorno geográfico convierten este sitio en lugar privilegiado que predispone al encuentro con la Virgen? La inmensidad de la llanura. Si en otros santuarios marianos onubenses destacamos la altura como factor de acercamiento a lo religioso, en El Rocío es la sensación de horizonte sin límites y sin alteraciones, la experiencia de lo inabarcable, de lo sublime. Si el monte tiene de religioso la intuición de la omnipotencia, la planicie es visión de la eternidad en puro acto. La naturaleza virgen. El agua de la «Madre de las Marismas» y del arroyo de las Rocinas, los caballos pastando plácidamente, los patos cruzando en raudo vuelo el cielo, los pinos y los eucaliptos, los juncos -estamos a pocos kilómetros de Doñana-, la brisa, la paz: todo evoca un paraíso. Llegar al Rocío es como regresar a un estado primigenio, un volver a la naturaleza primordial. La marisma es un punto de transición entre el agua y la tierra, entre las especies vivientes, los peces, las aves y los animales. El barro es una evocación del primer Adán. El agua purificadora y vivificante, y los ciervos que acuden sedientos a los manantiales son una evocación bautismal, de la nueva creación, del nuevo Adán y, en definitiva, de la nueva Eva: María. La distancia. Tres leguas andando por las arenas desde Almonte no se hacen por diversión: ir al Rocío supone un considerable sacrificio que no se justifica más que por una motivación religiosa. La lejanía acentúa el sentido de la vida como peregrinación, y el encuentro con la Virgen como un fin largo tiempo esperado. «Hacer el camino» es todo un signo de autenticidad para el buen rociero.
Las Reglas de la Hermandad Matriz de 1758 recoge una tradición popular acerca del origen de la devoción a la Stma. Virgen del Rocío, con los rasgos comunes a las imágenes aparecidas o encontradas. Dice así: «Entrado el siglo XV de la Encarnación del Verbo Eterno, un hombre que, o apacentaba ganado o había salido a cazar, hallándose en el término de la villa de Almonte, en el sitio llamado Las Rocinas, cuyas incultas malezas le hacían impracticable a humanas plantas y sólo accesible a las aves y silvestres fieras, advirtió en la vehemencia del ladrido de los perros, que se ocultaba en aquella selva alguna cosa que les movía a aquellas expresiones de su natural instinto. Penetró, aunque a costa de no pocos trabajos, y en medio de las espinas halló la imagen de aquel sagrado Lirio intacto de las espinas del pecado, vio entre las zarzas el simulacro de aquella zarza mística en medio de los ardores del original delito; miró una imagen de la Reina de los Ángeles de estatura natural, colocada sobre el tronco de un árbol. Era de talla, y su belleza peregrina. Vestíase de una túnica de lino entre blanco y verde, y era su portentosa hermosura atractiva aún para la imaginación más libertina. » Hallazgo tan precioso como no esperado, llenó al hombre de un gozo sobre toda ponderación, y, queriendo hacer a todos patente tanta dicha, a costa de sus afanes, desmontando parte de aquel cerrado bosque, sacó en sus hombros la soberana imagen a campo descubierto. Pero, como fuese su intención colocar en la villa de Almonte, distante tres leguas de aquel sitio, el bello simulacro siguiendo en sus intentos piadosos, se quedó dormido a esfuerzo de su cansancio y su fatiga. Despertó y se halló sin la sagrada imagen; penetrado de dolor, volvió al sitio donde la vio primero, y allí la encontró como antes. Vino a Almonte y refirió todo lo sucedido, con la cual noticia salieron el clero y cabildo de esta villa y hallaron la santa imagen en lugar y modo que el hombre les había referido, notando ilesa su belleza, no obstante el tiempo que había estado expuesta a la inclemencia de los tiempos, lluvias, rayos de sol y tempestades. Poseídos de la devoción y del respeto, la sacaron de entre la maleza, u la pusieron en la Iglesia Mayor de dicha villa, entre tanto que en aquella selva se labrara templo. » Hízose, en efecto, una pequeña ermita de diez varas de largo, y se construyó el altar para colocar la imagen, de tal modo que el tronco en que fue hallada le sirviera de peana. Adorándose en aquel sitio con el nombre de la Virgen de las Rocinas». Pero la historia supera en belleza a la imaginación. Ya en las últimas décadas del siglo XIII, recién repartidas las tierras reconquistadas de Niebla por Alfonso X el Sabio, se levantaba una ermita a Nuestra Señora de las Rocinas. Se sabe que ya en 1337 había estado cazando por estos sotos el rey Alfonso XI. En su Libro de la Montería, de 1340/48, el rey se refería a este lugar de la ermita de las Rocinas como Coto Real donde abundan los jabalíes. De 1349 es una manda testamentaria aparecida en la Colección Diplomática de Santa Clara de Moguer.
La Virgen del Rocío ha recibido a lo largo del tiempo varios nombres. Una tradición de su hallazgo refiere que en la espalda tenía una inscripción con el título de «Nuestra Señora de los Remedios». Pero su verdadero título era el de «Nuestra Señora de las Rocinas», denominación toponímica tomada del lugar donde era venerada, junto al arroyo de las Rocinas, en fechas en que se celebraba su fiesta en la Natividad de María. Hoy día son cinco los vivas que se lanzan a la Virgen del Rocío, cinco títulos cargados de fe y de contenido teológico: ¡Viva la Virgen del Rocío! Una verdadera inspiración teológica hizo que, a partir de fecha no determinada con exactitud pero que puede situarse en torno a 1653, se fuera introduciendo la advocación actual de «Nuestra Señora del Rocío», título de honda raigambre bíblica y litúrgica, tomado de una frase («Sancti Spiritus, Domine, corda mundet infusio: et sui roris intima aspersione foecundet», «Tu Espíritu Santo, Señor, descienda sobre nosotros, purifique nuestros corazones y, con el suave rocío de tu venida, los haga fecundos») de la oración postcomunión de la eucaristía de Pentecostés, a donde fue traslada su fiesta, como veremos más adelante. Un caso similar de comunicación de títulos entre María y el divino Espíritu, su Esposo, es el de «Blanca Paloma». En realidad procede de una invocación, de un vítor que proclamaba el pueblo, «Viva esa Blanca Paloma», refiriéndose a la paloma del Espíritu Santo que aleteaba sobre la Virgen en las andas, como modo de expresar la Anunciación del evangelio de San Lucas, 1, 35: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Se la llama Reina de las Marismas, por su habitual residencia en aquellos pacíficos dominios. Patrona de Almonte, desde que el pueblo así lo votó en 1653. Pastora y Peregrina, cuando es Ella la que hace el camino y viene a Almonte para apacentar las almas de su pueblo.
Es tal la veneración del pueblo de Almonte por la imagen de la Reina de las Marismas que hizo exclamar a don Juan Francisco Muñoz y Pabón: La Virgen del Rocío De esta forma entra la imagen rociera en la nómina de las llamadas acheiropoietai, no hechas por mano humana. La primitiva escultura de la Stma. Virgen del Rocío, vestida desde fines del s. XVI o principios del XVII por la falda acampanada y oculta bajo sus telas, es una talla de madera de 0,85 ms. de alto, que, según las descripciones, corresponde a las características y estilo de las obras góticas de fines del s. XIII o principios del s. XIV. Se trata de una imagen de pie, según el modelo iconográfico de la hodegetria, o Virgen Conductora, que llevaba el Niño Jesús en su brazo izquierdo. Viste con manto azul que cae sobre sus hombros, y una túnica verde sujeta a la cintura por una correa salpicada de estrellas de oro; por los pliegues inferiores asoman unos chapines grana de forma puntiaguda. Los imperativos de la moda hizo que en tal fecha se acomodara para ser revestida de telas y bordados. Para ello fue preciso introducir drásticas modificaciones en la talla escultórica, de la que, no obstante, se conserva el cuerpo bajo las actuales vestimentas. En tal fecha se labró la nueva imagen del Niño Jesús, el Divino Pastorcito. Tal como la vemos hoy, es decir, tal como quedó después del siglo XVI o principios del XVII, corresponde al tipo iconográfico de la Virgen Majestad, que, en hierática frontalidad y en eje vertical, sostiene al Niño con ambas manos delante de sí misma, como ofreciéndolo, al tiempo que refrenda la centralidad del misterio de Jesucristo. Como imagen de culto, es una imagen doctrinal: se nos muestra como Virgen, talle estrecho ceñido con el cíngulo de la pureza y belleza sin tacha en su cara, realzada por el rostrillo; como Madre portando en sus manos a Jesús, el fruto bendito de su vientre; Madre de Dios, pues ese Niño ostenta los atributos de la divinidad, la creación y el gobierno sobre el mundo hecho y redimido por él; la forma de palio de las andas es atributo del culto eucarístico, que se aplica a María por haber sido Sagrario del Verbo de Dios encarnado; Inmaculada, Mujer apocalíptica, Asunta al cielo, por la ráfaga o vestido de sol, la media luna bajo sus pies y la aureola de doce estrellas. Reina y Señora por la corona y el cetro de su omnipotencia suplicante. El atractivo de la imagen de la Virgen del Rocío es su rostro, mejor dicho, el secreto de la Virgen son sus ojos. Destacado el óvalo de la cara por el rostrillo que, al parecer, deriva de la toca bordada de encajes o del cuello de gorguera, tienen sus facciones los rasgos característicos de las obras góticas: perfil agudo, con nariz recta, y sonrisa arcaica que en arte griego se denomina eginética. La sonrisa rompe cuanto de inexpresivo pudiera llevar consigo la postura mayestática. Y, sobre todo, esos ojos de misericordia que transmiten fe y confianza a sus devotos. Son ojos que parecen hablar a cada uno al corazón, y que hasta parecen delatar variados estados de ánimo concordes con los sentimientos y circunstancias del que le reza. 5. La Virgen, de Reina. La Patrona de Almonte tiene dos modos de vestir: de Pastora o de Reina. De Pastora viste tan solo cuando peregrina a Almonte en circunstancias excepcionales y cada siete años. De Reina viste habitualmente en su Santuario marismeño y en Almonte durante el tiempo de su permanencia en la iglesia parroquial. Cada uno de los elementos que visten a la Blanca Paloma tiene su historia, historia de favores de la Virgen y de gratitud filial de toda clase de personas. El vestido de gran dama española se compone de basquiña o falda acampanada, ahuecada por el verdugado o armazón cónico de aros; jubón o corpiño para cubrir el busto, con gorguera de encajes y ajustadas mangas con puño o vuelillos de encajes y franjas horizontales de pasamanería. Sobre las mangas del jubón se lucían otras, amplísimas, denominadas de punta o perdidas, que a partir del último tercio del XIX se convierten en mantolín. De entre las muchas prendas con que cuenta su guardarropía, hemos de destacar el manto rico, bordado en 1956 según la más pura tradición renacentista. La ráfaga de puntas de plata, compuesta por ocho semicírculos repujados por cada lado, y situada en torno a la vestimenta, otorgan a la imagen la configuración visual que la identifica sobradamente. Fue donada por el canónigo sevillano José Carlos Tello de Eslava y su hermana Isabel en 1733. A veces ha utilizado una ráfaga de rayos de principios del s. XIX, sin perder por ello su silueta la forma triangular. La corona de oro y pedrería que luce la Virgen en los días de mayor solemnidad, es la que realizó Ricardo Espinosa de los Monteros en mayo de 1919 para su coronación canónica, siguiendo el modelo de la Inmaculada grande de la catedral de Sevilla, de Arfe. La corona del Niño es de José de los Reyes Cantuero, de la misma fecha. De aquella fecha es el rostrillo de metal precioso. ¿Y la salamanquesa? Así dice la seguidilla popular: «La Virgen del Rocío Es un atributo iconográfico propio de la Virgen del Rocío por su relación con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo se manifiesta en el bautismo de Cristo en la representación teriomórfica de la paloma blanca, pero en Pentecostés aparece en lenguas de fuego. Pues bien, era tradición de las iglesias andaluzas, documentada en Jaén en 1492 y en Córdoba en 1520, que en la fiesta de Pentecostés se soltaran lagartijas o salamandras por la creencia de que este animal no solo superaba el fuego, sino que de él vivía. La actual salamandra que lleva en el hombro fue donación del Vizconde de La Palma, don Ignacio Cepeda. 6. La Virgen, de Pastora. Pastora es el nombre que recibe la Virgen cuando se la viste con la indumentaria propia para los traslados a Almonte. En realidad no es un vestido de pastora, sino una ropa de camino habitual en el atuendo femenino de hacia 1600, compuesta por saya larga sencilla, bohemio o esclavina bordada y sombrero de amplias alas decorado con flores silvestres y cintas. En esta ocasión no lleva corona, cetro ni media luna y se prescinde del rostrillo. Largos tirabuzones de pelo negro natural enmarcan su rostro. El Divino Pastorcito, por su parte, cambia el cetro por el báculo y viste unos calzones de tisú de oro y un pellico de armiño, cubriendo su cabeza con un sombrero de teja, de anchas alas y copa redonda. La figura de la Pastora de las Marismas ha sido muy divulgada por medio de reproducciones de pequeño tamaño en barro cocido, natural o vidriado, en azul cobalto o policromado. 7. El Santuario. El primitivo santuario fue construido en época alfonsina, pero tan maltrecho quedó en el terremoto de Lisboa de 1755 que se edificó una nueva ermita de diez varas de largo, quedando terminada en 1760. Se puede hacer uno la idea de cómo era por los grabados antiguos, en los que aparece con una sola nave precedida de un atrio a menor altura con la espadaña, y con unos pórticos laterales abiertos para los peregrinos. La ermita estaba orientada litúrgicamente con la portada a poniente. La única nave con crucero se cubría con armadura de madera según la tradición mudéjar. La cabecera era de testero plano y poco profundo. Sobre el pórtico principal se construyó una segunda planta con balcón. El aspecto del santuario inmediatamente anterior al actual lo daba la fachada totalmente recubierta de azulejos y las dos espadañas laterales, debido a unas obras de 1943. El crecimiento de la devoción hacía ver la necesidad de un nuevo templo. Así lo expresaba ya en 1954 el primer obispo de Huelva, don Pedro Cantero: «Esta perla no tiene el estuche apropiado... es un sol entre nubarrones». En 1961 la Hermandad decide la construcción de un nuevo santuario, en el mismo lugar del anterior. Convocado un concurso de proyectos, fue elegido el presentado por los arquitectos sevillanos Antonio Delgado Roig y Alberto Balbontín de Orta. Don Pedro Cantero puso la primera piedra el 26 de enero de 1964, y el segundo obispo de Huelva, don José María García Lahiguera, bendijo el templo el 12 de abril de 1969, terminado en lo más fundamental. Quedaba pendiente la fachada con su espadaña y la ornamentación interior. La espadaña se concluyó a finales de 1980, y tras se coronada por la monumental cruz, fue bendecida con sus campanas el 2 de mayo de 1981. Actualmente se completan las obras de decoración arquitectónica interior y exterior bajo la dirección de los arquitectos Pedro Rodríguez Pérez y María Luisa Marín Martín. Ya se ha acabado la ornamentación de los pilares, de las bóvedas y de la portada de las marismas. El Santuario presenta un aspecto particular. No es un edificio exento, sino que se encuentra inserto en un conjunto de edificaciones al modo de los cortijos andaluces. Se trata de una templo de planta basilical, con tres naves, crucero y capilla mayor. La nave central y los brazos del crucero se cubren con bóveda de cañón iluminadas por óculos circulares con vidrieras. Las laterales presentan dos plantas, la baja con bóvedas de aristas y sobre ella la tribuna o triforio con techo raso. Sin contar el tramo del atrio y coro alto a los pies, consta de cuatro tramos la nave principal y de dos cada uno de los brazos. Todos los elementos constructivos y decorativos responden a un lenguaje clásico, propio del barroco purista. Los arcos fajones descansan sobre pilastras de orden gigante, con capiteles corintios y estrías de perfección académica. La sección lateral presenta en cada tramo un arco de medio punto en la planta baja y en la tribuna una especie de parteluz formado por dos arquillos con capitel corintio suspendido. En las vidrieras de los tondos aparecen sucesivamente los escudos de Madrid y de la Parroquia de Almonte; Diócesis de Huelva y Casa Real (con la fecha de 1920 en que le fue otorgado a la Hermandad el título de Real); Almonte y Hermandad Matriz; heráldica de García Lahiguera, con la fecha de la bendición del templo, 1969, y un genérico escudo papal, con la fecha de 1920 por el título pontificio concedido a la Hermandad. En los brazos del crucero figuran los escudos de las ocho provincias andaluzas. La intersección de los brazos se cubre con cúpula sobre pechinas y linterna con cuatro ventanas y la frase Ave María. Con la llegada de la Virgen el 31 de mayo de 1992 se inauguró la decoración de las pechinas, para las que el escultor sevillano Manuel Carmona ha tallado los cuatro evangelistas, con una fuerza impresionante, como transmitiendo el viento impetuoso del Espíritu que hizo temblar el cenáculo donde estaban reunidos los apóstoles con María, la Madre de Jesús, el día de Pentecostés. Quedan enmarcados por una bordura o guirnalda floral en oro. La capilla mayor tiene forma absidial, con planta semicircular y bóveda de horno. Al centro se abre el espacio del antecamarín de la Virgen. A su derecha queda la actual capilla de Sagrario, y a la izquierda la antesacristía. Al exterior se traduce la distribución interior del espacio en volúmenes claros, blanco en los planos verticales de las paredes y rojo en las cubiertas de tejas árabes en los planos inclinados, en armónica conjunción de partes agregadas que no pierde de vista la herencia musulmana de la estética andaluza. La forma de cruz latina, con la techumbre a diferente altura, crea un escalonamiento de volúmenes. Los espacios intermedios y la fachada quedan rodeados por las dependencias de objetos de recuerdo, capilla de velas en la parte baja, y graciosa balconada en la planta superior. En un ángulo se eleva un torreón mirador, símbolo de autoridad, que corresponde a la Casa de la Hermandad Matriz. Destaca imponente la fachada en forma de gran concha (de nuevo la evocación bautismal) sobre la que se eleva la espadaña o campanario de dos cuerpos, con tres vanos y campanas el inferior y uno el superior. Sobre él se yergue majestuosa la cruz de cerrajería forjada por el almonteño Genaro Faraco, que reproduce la que otro almonteño, Sebastián Conde, fabricara para el barrio de Santa Cruz de Sevilla.
Capítulo aparte merece el retablo que se realiza en estos momentos. La antigua ermita tenía un precioso retablo de Cayetano D'Acosta, construido hacia 1764 o 65 en el estilo barroco imperante en su época, con decoración y líneas movidas del rococó sobre la estructura clásica de tres calles con camarín en la central, y ático con el relieve de la venida del Espíritu Santo. Fue desmontado al desaparecer la ermita y se conserva para su futura instalación en el lugar más idóneo. Para el nuevo santuario la Hermandad decidió construir un retablo acorde con la estética del edificio y con el gusto popular andaluz. La Hermandad constituyó una Comisión Pro Retablo, que encomendó el estudio y proyecto a D. Juan Infante Galán. Los trabajos de diseño fueron realizados entre agosto de 1977 y agosto de 1978. Estilísticamente se basaba en el anterior retablo de la ermita, conectando con el novedoso diseño decorativo de los albores del rococó. El 30 de agosto de 1980 se firmaba el primer contrato para la construcción del retablo con Antonio Martín Fernández como tallista y con Francisco Bailac Cenizo para la carpintería artística. Para la obra de imaginería se contrató a Manuel Carmona Martínez. En mayo de 1985 se organizó en Almonte una "Exposición sobre el nuevo retablo y camarín para la Stma. Virgen del Rocío", editándose un tríptico en el que consta que en esa fecha se hallaban realizadas las cuatro ménsulas, las cuatro monumentales columnas, los catorce colgantes de frutas y flores, las cuatro basas y capiteles, los cuatro capiteles de las retropilastras. Por su parte, el escultor Manuel Carmona había tallado los cuatro niños para las ménsulas, cuatro bocetos para los Evangelistas que decorarán las pechinas, y el relieve de San Lucas ya labrado a su tamaño. Dificultades técnicas en la resolución del diseño retrasaban la ejecución del retablo, por lo que se decidió encomendar al tallista Antonio Martín Fernández un nuevo proyecto que aprovechara los elementos ya ejecutados en la fase anterior. El 15 de junio de 1989 se convocó en Almonte a un equipo de artistas y asesores con la misión de llevar a feliz término en un plazo de seis años obra tan esperada. En ella participan el ya mencionado tallista Antonio Martín, los arquitectos Pedro Rodríguez y María Luisa Marín, el escultor Manuel Carmona, el carpintero Matías Aceitón, el marmolista Manuel Gómez Rodríguez, los orfebres de Villarreal, encomendándose el proyecto iconográfico a Manuel J. Carrasco Terriza, autor de estas líneas. El diseño elegido por Antonio Martín corresponde a los modelos barrocos sevillanos de la primera mitad del setecientos. Tales retablos ponían el acento no en el aspecto catequético sino en el cultual. Su aspecto, más que el de un libro abierto con estampas, era el de la fachada arquitectónica de un edificio eterno que quedaba más allá de sus columnas. En el centro se albergaba el camarín o estancia de la imagen titular, verdadera antesala del cielo. A sus lados, los santos intercesores en sus respectivas hornacinas. Según este condicionante, se han distribuido las figuras y temas de forma que tengan una lectura unitaria explicativa del título de Virgen del Rocío y de la acción del Espíritu Santo sobre María y sobre la Iglesia. El centro lo ocupa la imagen de la Santísima Virgen, con toda la carga significativa de su iconografía mariológica, que ya hemos comentado líneas atrás. Unos símbolos parlantes, tomados de la literatura bíblica y cercanos al paisaje rociero (flores, cielo y aguas), ensalzarán la belleza de la Madre de Dios, la Tota Pulchra. El carácter específico de esta advocación mariana lo da su relación con el Espíritu Santo. Por eso, coronando el retablo en el cuarto de esfera del ábside, en la bóveda celeste, aparece el Espíritu Santo en forma de Blanca Paloma, evocando la Creación y la Encarnación del Verbo, así como la epíclesis de la Eucaristía, en que se pide al Padre que el rocío de su Espíritu santifique las ofrendas para que se conviertan en Cuerpo y Sangre de Jesucristo. La Paloma que sobrevuela la bóveda recuerda el momento en que el Espíritu Santo descendió sobre Cristo cuando era bautizado en el Jordán por Juan el Bautista. Las pneumatofanías o hierofanías del Espíritu Santo que completan el retablo serán: la nube, desde la que el Paráclito, en forma de paloma, derrama los siete rayos de sus dones, y la escena de la venida sobre el Colegio Apostólico y María Santísima el día de Pentecostés en forma de lenguas de fuego. Como servidores de Dios, los ángeles aparecerán en sus diversos ministerios, especialmente como intérpretes de instrumentos musicales del ambiente rociero: la guitarra, la flauta y el tamboril. Junto a la Santísima Virgen se sitúan los santos intercesores, aquellos que más cerca han estado de la Virgen Santísima y han sido testigos de esa estrecha relación de Ella con el Espíritu Santo: San Juan Bautista y San José. En la repisa del lado de la epístola, izquierda de la Virgen, irá situado San Juan Bautista, doblemente testigo de la acción del Espíritu. En un relieve en la entrecalle contigua al camarín, la Visitación de María a Isabel. En la Visitación, Juan saltó de alegría en el vientre de Isabel. En aquel momento Isabel fue llena del Espíritu Santo para pronunciar el saludo que hoy es plegaria de todo cristiano: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre». En el relieve de la entrecalle opuesta, se representará, en simetría con la escena del Nacimiento de Jesús, la Natividad del Bautista. Entre los brazos de Santa María dio sus primeros vagidos el hijo de Zacarías e Isabel. Con el tiempo, el Precursor sería testigo de la acción del Espíritu sobre Jesús, que le ungió como Cristo y como Mesías al descender sobre El en forma de paloma. En la repisa del lado del evangelio, a la derecha de la Virgen, su esposo, San José, testigo de que lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo. Aparte de Jesús, nadie más cercano a María que aquel hombre elegido por Dios para hacer de Padre del Hijo de Dios y de esposo de María, custodio y protector de la Sagrada Familia como lo es de la Iglesia, familia de los hijos de Dios. Se representará en edad joven, con los atributos de su trabajo, por el que se santificó y sacó adelante a su Familia. En la entrecalle contigua al camarín, el relieve de la Anunciación, en que el Arcángel San Gabriel anuncia a María que concebirá por obra y gracia del Espíritu Santo, quien la cubrirá con su sombra. En el lado opuesto, el Nacimiento de Jesús. En los ejes verticales de las calles y entrecalles, se sitúan seis tarjas, en las que aparecerán simétricamente en los dos principales superiores los bustos de San Pedro y San Pablo, y en las cuatro laterales inferiores las cabezas de los cuatro Padres de la Iglesia latina: San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio Magno. En el conjunto del retablo, vienen a representar la asistencia del Espíritu Santo sobre la Iglesia, y de modo especial sobre Pedro, como roca sobre la que Ella se funda, y timonel de su barca de salvación. Es también una referencia local, por ser San Pedro patrón de Almonte. Una de las atribuciones más importantes del Espíritu Santo es la inspiración de las Sagradas Escrituras. Esta acción está plasmada en el retablo por los bustos de San Pedro y San Pablo, autores ambos de escritos inspirados del Nuevo Testamento; y enlaza simbólica y formalmente con las cuatro pechinas de la cúpula central, en las que aparecen los Cuatro Evangelistas, obras del mismo escultor del retablo, Manuel Carmona. En el banco del retablo, ya en la línea de tierra, y ejecutado en ricos mármoles rojos y negros con motivos heráldicos en bronce, se situarán las referencias cronológicas e institucionales. En el centro, en un medallón, el escudo de la Hermandad Matriz de Almonte. En la puerta del lado del evangelio, el escudo del Papa Juan Pablo II. En el lado opuesto, el de S. M. el Rey de España, don Juan Carlos I. Ambos escudos hacen referencia a los títulos de «Pontificia y Real» de que goza la Hermandad Matriz desde 1920. Otras dos tarjas mostrarán en posiciones simétricas los emblemas del actual Obispo de la Diócesis de Huelva, Mons. Rafael González Moralejo, y en el otro extremo el del pueblo de Almonte. Albergado por el retablo, se sitúa el ámbito del presbiterio, donde se desarrollará la Sagrada Liturgia, en especial el Sacrificio de la Misa, que es el verdadero centro y cumbre del culto cristiano. En la Eucaristía, lo que es simbolizado en el retablo se da en realidad sacramental. Cristo, el Hijo Eterno del Padre, hecho hombre en las entrañas de María por obra del Espíritu Santo, se hace presente y se da en alimento y comida, cuando, por la epíclesis, el rocío del Espíritu Santo transubstancia el pan y vino en el cuerpo y sangre que engendró María en su seno.
La situación estratégica del santuario, camino obligado de comunicación entre los estados del Conde de Niebla, favoreció el desarrollo de la devoción por encima de los límites naturales del campo, de la marisma y de la costa. Quizás hoy se pierda esto de vista, por la obligada interrupción de dicha vía de comunicación entre Huelva y Cádiz, al interponerse el Coto de Doñana. Pero baste como muestra la anécdota acaecida en 1787 cuando el obispo electo de Buenos Aires, don Manuel Azamor y Ramírez, natural del onubense pueblo de Villablanca, pasaba por la ermita del Rocío camino de Cádiz para embarcarse y tomar posesión de su sede. Allí le sobrevinieron unas dolencias que le hicieron retroceder hasta Almonte, donde tuvo que permanecer unos meses hasta su restablecimiento. No cabe duda del protagonismo que, en el desarrollo de la devoción rociera, ha correspondido a la Hermandad Matriz y a las hermandades filiales. Pero esto merece un epígrafe aparte. A partir del siglo XVI la devoción se ve potenciada por dos instituciones que serán de trascendental importancia para el futuro. Por una parte, la fundación del convento de Mínimos por el canónigo sevillano don Pedro de Gauna, en 1574, cuyos religiosos se harían cargo de la atención pastoral de la ermita. Por otra, la fundación de una capellanía por el sevillano residente en Lima, Baltasar Tercero, quien en su testamento, otorgado el 11 de febrero de 1587, dejaba dos mil quinientos pesos de plata «para rreparos de la dicha ermita de Nuestra Señora de las Rrosinas e para en que viva el clérigo que sirviese la dicha capellanía e para hornamentos e para las demás cosas nesessarias para servicio de la dicha capellanía». En el siglo XVII un hecho influye en la extensión de la devoción a los pueblos vecinos, al ser trasladada en 1602 a Sevilla la imagen de Santa María de Consolación que los frailes terceros tenían en su convento de Morañina, en término de Bollullos. Luego, la larga experiencia de los favores de la Virgen del Rocío y el agradecimiento de los almonteños van marcando los hitos de la historia rociera. En 1649 fue trasladada la Virgen al pueblo para pedir su protección ante una epidemia. En agradecimiento «por los comunes y particulares beneficios que le confesamos todos los presentes y hubieron nuestros antepasados, pues en las mayores angustias, necesidades y aflicciones el remedio se ha hallado en la Divina Majestad por intercesión de este Serenísima Señora», el Concejo, Justicia y Regimiento de la villa juraron, el 29 de junio de 1653, defender la Inmaculada Concepción de la Virgen y votaron por «Patrona de esta villa a la Reina de los Ángeles, Santa María de las Rocinas». En otras muchas calamidades la Virgen fue traída a Almonte. La protección especial de la Virgen del Rocío se sintió durante la ocupación francesa. El 17 de agosto de 1810 dos partidas de caballería del ejército francés intentaban con toda dureza reclutar hombres en Almonte para organizar una milicia cívica. Ante la desesperada situación, treinta y seis vecinos de la localidad se amotinaron y dieron muerte a cinco soldados franceses y al capitán Pierre Dosau, apresando al resto de la tropa. Desde Sevilla el Mariscal Soult destinó una partida considerable de caballería con la orden de saquear, degollar e incendiar la población, como escarmiento. Así fue cómo, en la noche del 18 al 19 de agosto, el cabildo eclesiástico y el secular de la villa, que se hallaban detenidos, ofrecieron a la Virgen del Rocío celebrar una función anual si salvaban la vida. Una partida de 800 infantes venían para Almonte para llevar a cabo el castigo anunciado, pero providencialmente les fue cambiada la misión militar, con lo que quedaron libres de la amenaza las autoridades y el pueblo. Así se originó la fiesta del Rocío Chico. En el siglo XIX, por las corrientes románticas y realistas, la romería del Rocío era ya famosa como muestra genuina de tipismo andaluz, muy reproducida en grabados y litografías. Véase en el espectacular y colorista cuadro de Manuel Rodríguez de Guzmán, de 1853, conservado en el Palacio de Riofrío, o el no menos interesante óleo de Salvador Viniegra, de 1896, que se puede admirar en Sevilla, en la Capitanía General de la 2ª Región Militar. Otro hito histórico fue la coronación canónica, que tras laboriosas gestiones, fue concedida por el Cabildo de la Basílica de San Pedro del Vaticano en rescripto firmado por el cardenal Merry del Val. La ceremonia fue oficiada por el cardenal de Sevilla, don Enrique Almaraz y Santos, el día de Pentecostés, 8 de junio de 1919. Si bien la iniciativa partió del canónigo hispalense don Juan Francisco Muñoz y Pabón, natural del vecino pueblo de Hinojos, fueron notables personalidades las que intervinieron y apoyaron el acontecimiento, dándolo a conocer en los medios periodísticos y literarios, tales como Manuel Siurot, Pedro A. Morgado, José Nogales e Ignacio Cepeda y Soldán. Son inolvidables las seguidillas que Muñoz y Pabón compuso para esta ocasión, como ésta: Cuando por la marisma En agradecimiento al cardenal Almaraz, el pueblo le dedicó una calle aquel mismo año 1919. Al año siguiente, como recuerdo de la coronación, se levantó un monumento en el Real del Rocío, obra del escultor sevillano Ordóñez. Memorable fue también la reacción popular ocurrida el 22 de octubre de 1931 por haberse quitado las imágenes del Sgdo. Corazón y de la Virgen del Rocío del salón de sesiones del Ayuntamiento: obligados por el pueblo, los ediles tuvieron que reponer el mismo día las imágenes en su lugar. No podemos olvidar lo que en nuestros días ha supuesto para la expansión de la devoción rociera determinados factores externos: el nuevo Santuario, la facilidad de comunicaciones por el trazado y construcción de la carretera de Almonte a la aldea desde 1958, el desarrollo urbanístico de la playa de Matalascañas y el atractivo del Parque Nacional de Doñana, sin dejar atrás la difusión mundial que de la romería hacen los medios audiovisuales. Una muestra de la protección que a lo largo del tiempo ha dispensado la Stma. Virgen del Rocío a sus hijos es la serie de exvotos que conserva la Hermandad, y que un día esperamos ver en el proyectado Museo rociero. De entre ellos destacan los exvotos reales: una espléndida nave de plata, obra de la segunda mitad del s. XVII atribuida a Claude Ballin, joyero de Luis XIII y de Richelieu; dos lámparas votivas en forma de naves, ofrenda de la Condesa de París, doña María Isabel Francisco de Orleans, fechada en 1905; una placa de plata, del Duque de Orleans, don Luis Felipe Roberto, motivada por sus campañas árticas de 1905 a 1909; una reproducción de la corbeta «Belgique», de 1911, del mismo Duque de Orleans.
Como antecedentes de la organización del culto y devoción a Ntra. Sra. del Rocío, previos a la constitución de la Hermandad, recordemos la capellanía y obra pía de Baltasar Tercero, de la que era Patrono el Ayuntamiento de Almonte. La Hermandad de Almonte debió erigirse el año 1648, como afirman las Reglas de 1949, «bajo la protección del venerable Clero y Corporación Municipal de la Villa de Almonte». El primer documento que habla de ella es el acta de patronazgo, de 1653. La Hermandad Matriz forma nuevas reglas en 1758, en 1919 y en 1949. Sobre ella, en comunión jerárquica con el Obispo de Huelva y la Parroquia de Almonte, recae la responsabilidad de la organización de la romería y el culto habitual en el Santuario. En torno a la Hermandad de Almonte, llamada Matriz, se fueron incorporando a la romería y a la devoción rociera las Hermandades filiales de los pueblos vecinos del Condado onubense y del Aljarafe sevillano. Del siglo XVII son las de Villamanrique de la Condesa, Pilas y La Palma del Condado. En los inicios del XVIII se sitúa la de Moguer, figurando en las Reglas de 1758 además de éstas las de Sanlúcar de Barrameda, Puerto de Santa María y Rota, si bien estas dos últimas desaparecieron para ser fundadas de nuevo en nuestro siglo. Del XIX son las de Triana, Umbrete, Coria del Río y Huelva. Eran, por tanto, 9 las Hermandades filiales en el año de la coronación, 1919. Entre ese año y el comienzo de la Segunda República se fundan las de San Juan del Puerto, Rociana, Carrión de los Céspedes, Benacazón, Trigueros y Gines. Durante los difíciles años de 1931 al 36 se fundan las de Jerez de la Frontera, Dos Hermanas, Olivares, Hinojos, Bonares, Puebla del Río y Bollullos. Aunque iniciadas en 1935, se formalizan en 1941 las de Valverde del Camino, Gibraleón y Espartinas. En los años siguientes nacen las de Sanlúcar la Mayor, Lucena del Puerto y Bollullos de la Mitación. En 1950 son ya 28 hermandades. Le siguen las de Sevilla, Huévar, Aznalcázar, Puerto de Santa María, Madrid, Punta Umbría, Puerto Real y Barcelona, hasta 1970. De 1971 a 1981 se suman las de Palos de la Frontera, Emigrantes (Huelva), Paterna del Campo, Villanueva del Ariscal, Lucena de Córdoba, Los Palacios, Écija, Villarrasa, Isla Cristina, Bormujos, Camas, Las Palmas de Gran Canaria, Lebrija, La Línea de la Concepción, Córdoba, Rota, Ayamonte, Villalba del Alcor, Granada, Villafranco del Guadalquivir, Cabra y Málaga; en total, 58. Le han seguido en los años 80 las de Badalona, Cádiz, Puente Genil, Jaén, Castillo de Locubín, Alcalá de Guadaira, Algeciras, Marbella, Tocina, Gelves, Utrera, Almería, Cerro del Águila, Sevilla Sur, Toledo, Almensilla, Las Cabezas de San Juan, San Juan de Aznalfarache, Fuengirola, Ceuta, Osuna y Santiponce. En la romería de 1991 se añadieron las de Valencia, Mairena del Alcor, Carmona, Macarena (Sevilla) y Niebla. Por fin, en 1992 participarán además las de La Caleta (Málaga) y Priego, hasta un total de 87 hermandades filiales. [En 2000, con la de Bruselas eran 94, y en 2005 son 104, a las que hay que añadir 19 Hermandades erigidas canónicamente en sus respectivas diócesis, 26 agrupaciones rocieras, en vías de constituirse en Hermandades, y 9 agrupaciones internacionales, de Australia, Bolivia, Brasil, Argentina, Puerto Rico] Las hermandades son asociaciones públicas de fieles erigidas de pleno derecho en sus respectivas diócesis y recibidas por la Hermandad Matriz, previo reconocimiento del Obispado de Huelva. Durante el año fomentan la devoción a la Virgen del Rocío en sus parroquias, organizan los cultos propios que se celebran en el Santuario durante el año y participan corporativamente en los cultos de la Hermandad de Almonte.
En el Rocío todo tiene un fundamento y un mismo fin: la Virgen y el culto litúrgico y popular que se le tributa. Veamos, pues, en qué consisten esos cultos.
Los cultos principales son los que se tributan a la Virgen en la Romería de Pentecostés, a donde fue trasladada su fiesta principal en el siglo XVII.
Previamente se celebra en la iglesia parroquia de la Asunción, en su pueblo de Almonte, un solemne novenario que termina en la tarde del domingo de la Ascensión. En la función principal de instituto, la Hermandad hace pública y solemne profesión de fe católica, renovando el voto realizado en 1961 en pro de la Maternidad Espiritual de María. Sigue el Rosario por el itinerario tradicional. Paralelamente, en las sedes canónicas de las Hermandades filiales se celebran los cultos preparatorios, con intervención del coro rociero propio de cada hermandad. Es celebración de alabanza a Dios y honor a la Stma. Virgen, y para los hermanos es ocasión de purificación por la penitencia y de formación por la catequesis homiliética.
En Almonte, el miércoles a las 10 de la mañana se celebra la Misa de romeros en el Alto del Molinillo, del Chaparral, saliendo luego procesionalmente camino del Santuario la Pontificia, Real e Ilustre Hermandad Matriz. Lo mismo ocurre en cada una de las ciudades y pueblos de donde salen las Hermandades filiales para hacer el camino. Espectáculo verdaderamente conmovedor para los que van y para los que se quedan, hasta el punto que con un consenso unánime se paraliza la vida urbana y escolar para ver salir a la Hermandad. El día de la partida depende de la distancia. Todas las Hermandades, aun las más lejanas, hacen el camino por las rutas más apropiadas. Abren el cortejo los caballistas con sus varas e insignias, vestidos con traje campero los hombres y de faralaes las mujeres, todos con el cordón y la medalla de la Virgen en el pecho. Sigue el carretón del simpecado, tirado por bueyes o por mulas. Inmediatamente detrás, las personas que van de promesa. Finalmente una larga caravana de carretas tiradas por tractores, adornadas con papeles rizados en un verdadero alarde de imaginación y originalidad. Charrets y vehículos todoterreno completan el acompañamiento. Decíamos que hacer el camino es signo de autenticidad rociera. Es pasar el sacrificio y la incomodidad, el calor y el cansancio. Pero es también vivir la experiencia del compartir en fraternidad, dejar a un lado la prisa y el asfalto, tomar contacto directo con la belleza, el aroma, el aire puro de la naturaleza. A la sombra de los pinos se comparte la comida y se refresca la garganta con un trago de vino del Condado. Al atardecer, las Hermandades se detienen en los lugares de siempre, como el Palacio, y con las luces del crepúsculo el capellán celebra la Misa de campaña en el sobrecogedor silencio de los campos. Se reemprende la marcha con el alba, después de un tonificante café. Momentos de especial belleza son la travesía del Guadalquivir en barcas por Sanlúcar de Barrameda, o el paso de los arroyos, el Quema, verdadero baño lustral para el rociero. Por fin se divisa la espadaña del Santuario. Las Hermandades van llegando a sus respectivas casas, aprestándose para hacer la presentación oficial ante la Virgen y su Hermandad Matriz.
El sábado, en la puerta del Santuario, a partir de las doce de la mañana, tiene lugar la solemne recepción en riguroso orden de antigüedad de todas las hermandades filiales, que van desfilando ordenadamente entre cantos y oraciones, con el gozo indescriptible de haber llegado ante la Señora. Desfile que dura casi doce horas, pero que no pierde en ningún momento el interés por la riqueza y variedad de las carretas, de los simpecados, de las insignias, de las nuevas sevillanas de ese año. Ni que decir tiene que cada una de las Hermandades intenta destacar en orden y en fervor, cada una con su toque de originalidad y personalidad propia. A las 12 de la noche sale procesionalmente el Rosario, llamado de Almonte, por el recorrido tradicional. Además de un acto piadoso, es una muestra de cortesía de la Hermandad Matriz, que simbólicamente devuelve la visita a todas las Hermandades filiales.
El momento litúrgico central de toda la Romería es la solemne concelebración eucarística de Pentecostés, que, desde que se constituyó la Diócesis en el año 1954, preside el Obispo de Huelva, acompañado de más de 70 sacerdotes, capellanes de las distintas hermandades. Tiene lugar al aire libre, al pie del monumento conmemorativo de la coronación canónica. En un estrado suficientemente amplio se sitúan los concelebrantes, y tras ellos, a modo de singular retablo, los 88 simpecados, a cual más rico y vistoso. Asisten corporativamente todas las Hermandades con sus banderas, varas e insignias, y millares de personas. Contrasta el bullicio del tamboril y las palmas que han llenado todo el día y la noche anterior, con el silencio, el orden, el fervor y el recogimiento con que se vive la Santa Misa. Durante todo el día, el Santuario es un hervidero de gente que entra y sale, entre oraciones, lágrimas y vivas. Ininterrumpidamente se celebran misas ante la Blanca Paloma. Mientras tanto, varios sacerdotes administran en sacramento de la penitencia, siendo testigos de las conversiones y ministros de la gracia y del perdón. En el Rocío es fácil rezar y confesarse: todo el ambiente invita a ello, no hay respetos humanos; los que frecuentan poco los templos y se quedan en los últimos bancos, aquí rezan agarrados a las rejas del presbiterio.
Ya a las 12 de la noche se organiza el Rosario en el Real, al que acuden cantando todas las Hermandades con el Simpecado y las insignias, iluminándose la noche a la luz de miles de velas. A su término se reza la Salve. Y al igual que en los últimos años se han multiplicado las hermandades filiales, se han aproximado más el término del Rosario y la salida de la Virgen. Antiguamente la procesión tenían lugar a continuación de la misa del lunes de Pentecostés, a cuyo término se hacía la procesión claustral por los alrededores de la ermita, sobre las 10 de la mañana. Durante un tiempo la costumbre fue que la Virgen saliera con las primeras luces del alba. Ahora la salida se hace inmediatamente después del Rosario, en plena madrugada. En realidad, no hay horario: la Virgen sale cuando los almonteños deciden sacarla. No ha terminado el Rosario cuando el Santuario se llena de miles de personas apiñadas, que van observando cómo los jóvenes almonteños, con las inconfundibles camisas, se disputan los primeros puestos agarrados fuertemente a los barrotes de las rejas. Poco a poco crece incontenible la impaciencia y el nerviosismo, y, sin que nadie sepa cómo ni a qué orden, en un instante saltan la reja, sin esperar a que el santero la abra. En ese momento todo es inexplicable, cómo pueden levantar las andas, cómo pueden quitar los borriquetes, cómo pueden bajar las andas desde un podio de más de un metro de altura sin rampas ni escaleras. Puede decirse que la Virgen, desde ese momento, camina sobre una nube de cabezas, de rostros desencajados por el esfuerzo, las lágrimas y el sudor, entre multitud de brazos que pugnan por tocar los varales. Mientras es noche cerrada, la Virgen se mueve por el interior del Santuario y por la explanada del atrio, hasta que abren las primeras luces y comienza su recorrido tradicional, acercándose a las casas de Hermandad y a los puntos donde se van situando aquellas que no tienen casa en el itinerario. Allí esperan a la Virgen la Hermandad con el Simpecado y en torno a ella se agrupan todos los hijos de ese pueblo o ciudad. En cada una el capellán, subido en los hombros de los hermanos, le reza la Salve, dirigiéndosela con los brazos. A media mañana los sacerdotes han perdido la voz y sus sotanas el color. Llevar a la Virgen es un privilegio exclusivo de los almonteños. Acercarse a Ella, tan solo lo hacen los niños, que, asustados, pasan por encima de la masa humana de mano en mano. Con la recogida de la Virgen, después del mediodía del lunes, termina la Romería. Cada Hermandad recoge sus cosas, celebran en el Santuario la misa de despedida y vuelven esa misma tarde o al día siguiente, para hacer el camino de vuelta. Y se empiezan a contar los días que faltan para el Rocío del año siguiente. La llegada a los pueblos de origen tiene el sello especial del recuerdo gozoso y el cansancio que se aprecie en el rostro de los romeros, quemados por el aire y el sol de las marismas.
Muy diferente es, en agosto, la celebración del Rocío Chico, en conmemoración del voto de acción de gracias que el pueblo de Almonte hizo en 1813. En la aldea del Rocío tiene lugar un triduo preparatorio los días 16, 17 y 18. El 18 a las 12 de la noche se canta el rosario por el itinerario tradicional. El día 19 de agosto a las 10 de la mañana se celebra la solemne función del voto, a cuyo término una procesión eucarística hace el mismo recorrido de la imagen en su fiesta grande. Es una fiesta propia del pueblo de Almonte. Los miles de devotos rocieros que acuden lo hacen sin insignias.
Cada siete años la Virgen del Rocío hace el camino para estar en su pueblo de Almonte. Antes, la venida de la Virgen se hacía sin periodicidad, con motivo de calamidades o determinadas circunstancias especiales. El rito de la traída es otro conjunto de sensaciones que embargan de emoción el alma. El traslado tiene lugar una vez concluidos los cultos del Rocío Chico, al atardecer del día designado por la Hermandad. En esta ocasión, como ya hemos dicho, la Virgen viste de Pastora. Para el camino, las camaristas cubren el rostro de la imagen con un fino pañito, y queda totalmente envuelta por un grueso capote que la defiende del polvo del camino y de la humedad de la noche. Un grupo de devotas llevan en sus manos los atributos iconográficos, la ráfaga y la media luna. Toda la noche camina a paso ligero el apiñado grupo de almonteños por las arenas, iluminados por la luz de la luna y los potentes focos instalados en tractores que preceden y siguen a la comitiva. Al despuntar la aurora la imagen llega a Almonte, al espacioso Chaparral, a donde durante toda la noche han venido acudiendo los rocieros de todos los puntos de España. Con las primeras luces, el párroco de Almonte quita el pañito del rostro, entre el atronador estampido de miles de escopetas de los cazadores almonteños, que hacen recordar el origen del primitivo santuario. Una espectacular muestra de arquitectura efímera, la más importante de la provincia de Huelva, se desarrolla por las calles por donde pasa la Pastora. Especialmente grandiosa es la especie de basílica abierta, construida con papel rizado sobre frágil soporte de madera, que se alza a todo lo largo de la Plaza: digna de toda admiración es su cúpula central. Durante el año la Virgen permanece en la iglesia parroquial, ya vestida de Reina, acompañada ininterrumpidamente por los almonteños. El acto más emotivo en su sencillez es la salve que se reza cada día a las 10 de la noche, antes de cerrar la iglesia: en ese momento la iglesia se llena de hombres que con fe recia invocan a Santa María del Rocío como Reina y Madre de Misericordia. Aun mayor es la riqueza con que Almonte se engalana para despedir a su Patrona, que retorna al Santuario el domingo anterior a Pentecostés.
El Rocío no es solo unos días de fervor masivo al año. El fuerte impacto vivido al contacto con la imagen y con la fe de los almonteños deja una huella imborrable que hace volver al Santuario a dar gracias o pedir por las necesidades de la familia y de los pueblos. Cada domingo pasan por el Santuario un promedio de 20.000 personas. Las Hermandades se distribuyen a lo largo del año y acuden a hacer su peregrinación particular, en un ambiente festivo y fraterno que a tantos recuerda el Rocío "de antes de la carretera".
Como consecuencia de todo el culto y celebraciones que hemos descrito, nacen unas necesidades que han de ser atendidas y que encuentran su plasmación en el paisaje urbano de la aldea. La aldea del Rocío es un fenómeno arquitectónico y urbanístico de un interés excepcional, puesto que nace de y para el culto a la Virgen María, la Reina de las Marismas. Las calles de arena, los sombrajos de ramas de eucaliptos, la tipología de las casas, las espadañas, la estructura comunitaria: todo tiene su explicación en la Romería. Cada Hermandad tiene su propia Casa, que cuenta con una capilla, coronada por su espadaña y sus campanas, para albergar la carreta con el simpecado. Las casas de hermandad son el punto de referencia no solo de los hermanos, sino de todos los vecinos de aquellas localidades. La necesidad de atender a un gran número de personas que tienen la suerte de residir en ellas, y la de ofrecer hospitalidad a muchas más que por allí pasan, sin olvidar a las caballerías y a los bueyes, da lugar a un tipo de edificio muy particular. Todas cuentan con un gran patio con habitaciones alrededor, espacioso salón y amplia cocina de ininterrumpida actividad; y al fondo, un corralón y cuadras para los animales. El Rocío parece una aldea de ermitas y de casas de vecinos, donde el caballo y el peatón tienen la primacía, hasta condicionar el piso de las calles.
A pesar de lo prolijo de estas líneas, sepa el lector que apenas hemos dibujado un esbozo. Cada detalle de la Virgen y de la Romería, del fenómeno rociero, ha producido páginas y páginas de literatura, de estudios históricos, artísticos, etnográficos, sociológicos, con mayor o menor fortuna, hasta tal punto que es preferible terminar con una recomendación: véalo Vd. mismo. Concluyamos con unas palabras del que fuera primer obispo de Huelva, Mons. Cantero Cuadrado, escritas en 1959: «Como todo lo humano, el movimiento popular mariano del Rocío lleva consigo, con su espiritualidad y su belleza, imperfecciones y perfectibilidades. Es como un torrente caudaloso, desbordante de luz y color, de energía y de posibilidades apostólicas, y nada de extraño es que, en su mismo cauce, haya de introducirse los revestimientos oportunos para conservar la pureza de sus aguas y de sus auténticas tradiciones, y aprovechar su fuerza religiosa y social al servicio de ideas y motivaciones superiores. » He aquí un quehacer luminoso y fecundo para las Hermandades rocieras. Un quehacer ya vislumbrado y sentido por las peregrinaciones que llegan al Santuario casi todos los domingos y fiestas del año. Un quehacer colectivo, que se inicie por la formación previa de un ambiente, de un anhelo común, de una esperanza ilusionada, en hacer del Santuario de la "Blanca Paloma" un foco de Hermandad cristiana y andaluza, un remanso de paz para el espíritu y un hogar de espiritualidad y de apostolado mariano, en el que se conserve y brille con todo su esplendor y fragancia, la esencia y el garbo de las tradiciones rocieras». |