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Página personal de Manuel Jesús CARRASCO TERRIZA  

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1.Publicaciones

1.1. Por años

1.2. Por temas

1.3. Por lugares

2. Inéditos o en prensa

3. Cargos y actividades

4. Mis fotos con San Juan Pablo II

5.Obra pictórica

6. Volver a la página principal


“Dichoso el pueblo que sabe aclamarte. La piedad popular mariana”, en Rev. Vida Nueva, Pliego Vida Nueva, 2.565 (12 mayo 2007) 23-30. ISSN 0505-4605

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DICHOSO EL PUEBLO QUE SABE ACLAMARTE

Manuel Jesús CARRASCO TERRIZA
Profesor del Seminario de Huelva

            Con el tiempo pascual -liturgia de la Iglesia- y con el esplendor de la primavera -liturgia de la naturaleza-, de pueblo en pueblo y de santuario en santuario se multiplican las fiestas a la Santa Cruz gloriosa y las romerías en honor a la Madre de Dios. Cristo resucitado hace efectiva la maternidad eclesial de María. “Dichosa me llamarán todas las generaciones”, profetizó María (Lc 1, 48). “Dichoso el pueblo que sabe aclamarte”, le decimos con palabras del salmista (Sal 88, 16).

            La piedad popular mariana es el testimonio más noble de la inculturación de la fe en la idiosincrasia del pueblo. “Religiosidad popular” no se opone a “religión”: es una prueba de cómo Cristo no ha venido a destruir sino a completar. La religión natural alcanza la plenitud de su significado con la revelación sobrenatural. Estas páginas pretenden ser una invitación a admirar los componentes de la piedad popular mariana que impregnan la totalidad de la persona, y que forman un maravilloso tapiz de fraternidad, música, danza, luz y color, expresión de la fe y el amor filial a la Virgen María, Madre de Dios y nuestra.

1. La mariofanía en la imagen de culto

            La piedad popular mariana se caracteriza por tener como soporte visual una imagen, que es personalizada por su iconografía, individualizada por su advocación y definida por ser venerada en un lugar y en un tiempo determinado.

a. La imagen de culto

            No toda representación de la Virgen María se considera imagen de culto. Desde las catacumbas conocemos figuraciones de la Madre de Jesús, pero su finalidad es la de ilustrar o decorar. La imagen de culto, en cambio, tiene categoría de “sacramental”, es decir, de instrumento o mediación de lo sagrado. Por un lado, representa a la Virgen María en una figura física que se considera dotada de virtualidad, y que suscita en los devotos el afán de tocarla o de pasar objetos piadosos por sus vestiduras. Por otro lado, es receptáculo de la oración y de las peticiones, de la gratitud y de las promesas de los fieles.

            En la imagen narrativa, predomina el interés por figurar a María en un momento concreto de su vida, como doncella nazarena, o como madre dolorosa. En cambio, la imagen de culto es imagen simbólica: sin perder la referencia a lo concreto, recibe en sí una serie de atributos o símbolos parlantes, que hablan de las virtudes y de las virtualidades de María. No le interesa tanto representar a la Virgen con la vestimenta de su época, , sino idealizarla con la indumentaria de reina y con los atributos bíblicos, corona, cetro, ráfaga y media luna. Si no se tiene en cuenta el carácter simbólico, no se comprende cómo una madre llena de dolor y de lágrimas puede exhibir manto y saya bordados en oro, cargada de joyas, de pesada corona y de capa magna.

            La imagen de culto concentra en sí, por medio del lenguaje simbólico, todo el contenido de la mariología: Madre, por el Hijo que lleva en los brazos; Virgen, por su juvenil rostro; Inmaculada, por los símbolos apocalípticos: el vestido de sol -la ráfaga y el manto bordado en oro-, la luna bajo sus pies y la aureola de doce estrellas; Asunta a los Cielos, por la nube sobre la que se eleva; y Reina y Dispensadora de todas las gracias, por la corona y el cetro.

            Además de estos símbolos comunes, cada icona puede llevar en la mano otros atributos que patentizan su advocación. Los objetos suelen estar tomados de la naturaleza –aves, frutas, flores, mar, rocío, nieves–, o de objetos humanos –libro, cetro, rosario, escapulario– y aluden a la virtud o poder de María o a alguna circunstancia histórica. El conjunto iconográfico, con la vestimenta y los atributos comunes y específicos, consiguen una imagen visual tan propia que basta una sencilla silueta para reconocerla.

            La máxima ilusión del devoto es tocar la imagen, llevarla sobre sus hombros, recibir la virtualidad condensada en ella a través del contacto personal. Pero la imagen se ve rodeada de un marco de protección, que aumenta el carácter de intangible y sagrada. Tan sólo las camaristas y los niños pueden tocarla. Los danzantes o los infanticos nunca le vuelven la espalda.

b. Individualización de la imagen

            Cada imagen de Santa María obtiene su individualización gracias al título con el que es invocada y reconocida, y a los orígenes de la devoción y culto.

            La gente sencilla habla de las imágenes como si se tratara de personas, pero en la conciencia de cada cristiano está claro que es la misma Virgen María, aunque reciba múltiples advocaciones. Es admirable cómo del conjunto de títulos, en el concierto de la piedad de los pueblos, surge una completa y armoniosa mariología.

            Las advocaciones resultan de la combinación del sustantivo, que se refiere directamente a la persona de María, y el determinativo “de”, que proclama la “virtus” (virtud y virtualidad) de Ella. La primera parte del título expresa la verdad teológica: Virgen, Madre de Dios, Reina, Señora, o Nuestra Señora. El determinativo puede corresponder a episodios de su vida, o a sus cualidades, tanto en el sentido personal, encomiástico de las virtudes que la adornan, como en el sentido maternal, referente a la distribución de las gracias conseguidas de Dios por su intercesión, en favor de sus fieles. Hay nombres que aluden al atributo que porta la imagen, y que simboliza su protección; otros apuntan al objeto que sirve de vehículo a la piedad: escapulario, rosario, medalla. Y finalmente, tenemos los títulos toponímicos, que se refieren a los lugares en los que la imagen es venerada y a los que la Virgen otorga un especial amparo.

            Un modo de individualizar la imagen es conocer su historia. De algunas consta con certeza cómo nació su devoción. Pero en la mayoría de los casos se suple el vacío documental con una tradición que rodea el origen de la imagen de sucesos extraordinarios, con lo que se resalta la sacralidad de la figura y su poder.

            Surgen así las leyendas de apariciones “pasivas”, en las que la Virgen es encontrada: relatos maravillosos, en los que podría rastrearse una verdad de fondo, como en todos los mitos. El esquema básico comienza con la confección de la imagen, a la que se dota de la más venerable antigüedad. Sobreviene la invasión musulmana, y la imagen es escondida, por miedo a la profanación, en un lugar apartado, en lo más intrincado del bosque, en una cueva o un pozo, en el tronco de un árbol. Algunas continúan haciendo prodigios, hasta el punto que los moros otorgan valor milagroso al lugar. Transcurren siglos, y, una vez recuperado el territorio por los cristianos, unas misteriosas señales indican la ubicación de la imagen, que es descubierta por un pastor, un leñador, un cazador o un peregrino, atraído por luces, sonidos, cantos de pájaros o por el ladrido de los perros. El afortunado, entre la admiración y el sobresalto, recibe el encargo de la Virgen de que se le construya en ese lugar una ermita. Los pueblos marineros ofrecen su propia versión, pues la imagen es arrastrada por las redes, o es traída en barca por unos ángeles y depositada en la puerta del convento o del eremitorio.

            Otros relatos se refieren a apariciones “activas”, en las que es la Virgen, en persona, quien se aparece. La más notable de todas las apariciones hispánicas es la de la Virgen del Pilar, que se desplaza, desde Palestina hasta las orillas del Ebro, para confortar a Santiago en su predicación apostólica. Recordemos también la Virgen de la Capilla, de Jaén, o la Virgen de la Descensión, en Toledo.

2. Las coordenadas de espacio y tiempo

            Factores singulares en la devoción popular mariana son el lugar donde se ubica el santuario o la ermita, y el tiempo en que se celebra la fiesta.

a. Los lugares

            Juan Pablo II habló de una especial presencia de María en sus santuarios: “Hay algunos lugares en los que los hombres sienten como particularmente viva la presencia de la Madre” (Fátima, 13-5-1982). Se trataría de una presencia virtual, similar a la que la teología oriental atribuye a los iconos, o de un efecto de acumulador que poseen los santuarios, en los que se condensa la fe y la oración de generaciones y generaciones de devotos. En el santuario hay más fe, y la fe se contagia, la fe que mueve montañas.

            Las ermitas y los santuarios se ubican en sitios que destacan por la belleza o por la inmensidad, por la altura o por la grandeza. En sus paisajes se aprecia de un modo espectacular la hierofanía, el dedo de Dios, la acción creadora del Espíritu divino. Llama la atención lo abrupto del terreno, un risco que emerge de improviso en la llanura, el borde escarpado de una meseta al pie del río o del mar; la frondosidad de un bosque, por el que discurre plácida una fuente, el “locus amoenus”, ideal de la “vita beata” del Renacimiento; o la cueva en el acantilado. Si Yahvé eligió el Sinaí, imponente macizo granítico, para entregar la ley a Moisés, no es de extrañar que aquellos lugares altos y excepcionales hayan sido elegidos desde los más remotos siglos para la ubicación de adoratorios, y que se superpongan los cultos como se superponen las culturas. A ello animaba el papa Gregorio Magno, en el proceso de evangelización de los anglosajones (Cartas, XI, 76)

            Aquellos alejados y agrestes parajes pueden revestir el carácter de lugar liminal o fronterizo: límite entre las tierras de cultivo y las de pastoreo, entre lo seco y lo húmedo, entre la montaña y el llano.

            El entorno natural es un factor que devuelve al hombre a la autenticidad de sus orígenes. No obstante, es preciso situarlo en su justo valor, pues, lo que tal vez fue determinante en su época fundacional, en la actualidad es sólo coadyuvante de la actitud religiosa.

            Los pequeños oratorios dedicados a la Virgen comienzan siendo muy simples, suficientes para alojar a la imagen y a los pocos caminantes que por aquellos lejanos parajes pudieran transitar. A su lado, un cuarto para el ermitaño, que elige aquel edículo para apartarse del mundo y dedicarse a la oración y a la penitencia, al tiempo que cuida de la ermita. No obstante, la fama de los favores y milagros otorgados por la Señora desde aquel lugar atrae la concurrencia de fieles, especialmente en su fiesta, y obliga no pocas veces a derribar el pequeño oratorio y ampliarlo conforme a las necesidades de los peregrinos y romeros.

            Si los santuarios son “memoria, presencia y profecía del Dios vivo”, los santuarios marianos, afirmaba Juan Pablo II, “son como la casa de la Madre, lugares para detenerse y descansar en el largo camino que lleva a Cristo; son lugares donde, mediante la fe sencilla y humilde de los pobres de espíritu, se vuelve a tomar contacto con las grandes riquezas que Cristo ha confiado y dado a la Iglesia, especialmente los sacramentos, la gracia, la misericordia, la caridad para con los hermanos que sufren y los enfermos” (Ángelus, 21-6-1987). En los santuarios marianos, esparcidos por todo el mundo, los individuos, los pueblos y naciones enteras buscan el encuentro con la Madre del Señor. “Tal vez se podría hablar de una específica ‘geografía’ de la fe y la piedad mariana, que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar la consolidación de la propia fe en el ámbito de la materna presencia” (Redemptoris Mater, 28).

            Imperan las ermitas rurales porque, hasta hace poco, la sociedad era predominantemente agrícola, y porque, hoy, la sociedad urbana busca la huida de la ciudad, para reencontrarse con los orígenes primordiales, con la huella del Creador. Por otra parte, la devoción mariana no es un fenómeno exclusivo de la sociedad agrícola. Ahí tenemos los grandes santuarios o las grandes devociones urbanas: el Pilar de Zaragoza, las Angustias de Granada, la Macarena de Sevilla, la Paloma de Madrid.

            La ubicación de la mayoría de las ermitas en los campos lleva consigo, como origen o como resultado, la confianza en la protección de María sobre los cultivos. Sin cosecha no esperaba al pueblo más que hambruna y epidemias. Las ciencias antropológicas encuentran analogías con los cultos tributados a las divinidades de la fecundidad y de la tierra, pero, desde la comprensión íntegra de la devoción mariana, hay una explicación más directa y explícita en la teología de la mediación maternal de María y su poder de intercesión ante Dios, creador y providente.

b. Los tiempos

            El devenir del tiempo, el ritmo cíclico de día y noche, semanas y meses, estaciones y años, el ritmo solar y el ritmo lunar, los ciclos agrícolas de sementera y siega, o de poda y vendimia, son descubiertos por el hombre como signo de la acción y de la presencia divina. De la revelación natural pasa a la revelación positiva del pueblo de Israel, y, como no podía ser menos, a la Iglesia y al culto mariano.

            La santificación del tiempo se realiza por medio de la liturgia, con sus ciclos diarios (Liturgia de las Horas), con su ciclo semanal, iniciado por el “dies Domini”, o con su ciclo anual (Año Litúrgico), que tiene como centro la celebración del misterio pascual de Cristo.

            El calendario litúrgico se formó a partir del misterio de Cristo, y sobre la base de las celebraciones judaicas que seguían el ritmo natural de las cosechas. La conmemoración del “dies natalis” de los mártires fue marcando determinados días del año. Finalmente, la adaptación de las fiestas tradicionales de los pueblos romanos o germánicos, cerró el ciclo básico del año cristiano. Las fiestas de los solsticios ubicaron las fiestas de la Natividad de Jesús y de San Juan. El equinoccio de primavera coincide con la Pascua judía y cristiana.

            Las fiestas marianas primitivas derivan de las fiestas cristológicas. De la Navidad, 25 de diciembre, deriva la de la Anunciación el 25 de marzo. La octava de Navidad sirvió para conmemorar la circuncisión y el “Natale Sanctae Mariae”, y para alejar las saturnales paganas en honor de Jano bifronte, que se celebraba al comienzo del año civil. La Presentación de Jesús y Purificación de María alcanzó gran popularidad en Jerusalén, por festejar la primera vez que el Hijo de Dios entraba en su templo. La fecha del 2 de febrero depende del 25 de diciembre, es decir, se fija a los 40 días, en que era obligatoria la purificación, al tiempo que la Candelaria reemplazaba a las procesiones de antorchas de las lupercales, del 15 de febrero.

            Fiestas específicamente marianas son la Asunción, la Natividad y la Inmaculada Concepción. Se conmemora la Asunción o el Tránsito de María Virgen, desde finales del siglo IV. El texto siríaco atribuye a los apóstoles el encargo de celebrar tres fiestas a María: el 25 de enero, para el buen éxito de las sementeras; el 15 de mayo, ante la proximidad de la cosecha; y el 15 de agosto, pidiendo una vendimia próspera. De las tres tuvo más éxito la de agosto, tal vez por sustituir a una fiesta pagana a la diosa Atergatis, a la que se encomendaba la protección de las viñas. La fiesta de la Natividad de María surge en Oriente hacia el siglo V, y se celebra el 8 de septiembre, al comenzar en aquel mes el año eclesiástico. La festividad de la Concepción Inmaculada se sitúa nueve meses antes de la Natividad, el 8 de diciembre, y viene atestiguada desde el siglo VIII.

            Otras fiestas menores conmemoran hechos históricos, o derivan de la piedad fomentada por órdenes religiosas, como la Virgen del Carmen (16 de julio) o la del Rosario (7 de octubre). En el ámbito local, los aniversarios de acontecimientos trascendentales, como votos realizados en epidemias o sequías, la coronación canónica o el patronazgo, etc., dan lugar a otras tantas efemérides.

            Pero hay tiempos privilegiados para la piedad mariana. Mayo es el mes de María. En él se concentra la mayor parte de las romerías. Algunos han relacionado esta devoción popular con los “ludiflorales” o “floralia”, celebrados en Roma en la época republicana, y con las fiestas de mayo, tan populares en el medievo. Sin embargo, más que hacer derivar unas de otras, hemos de buscar una raíz común, como es la percepción del despertar de la naturaleza y el disfrute de la belleza de los campos, que, en la tradición cristiana, se ve potenciada por la celebración de la Pascua florida, y por la ofrenda de flores a la que es “flor de las flores”.

            Agosto cuenta con la gran fiesta mariana de la Asunción, pero tiene también a su favor la proximidad de la vendimia, y la actual circunstancia social de la época vacacional, con la vuelta de los emigrantes. En septiembre se celebran también varias fiestas marianas: 8, la Natividad; 12, el Dulce Nombre; 15, los Dolores; 24, la Merced. Octubre se convirtió, gracias a las cofradías de la Virgen del Rosario, en mes del rosario, con sus campanilleros y auroros. En diciembre, entre el adviento y la navidad, se celebran las “jornaditas”.

            La piedad popular no se limita a las celebraciones colectivas, sino que vive su devoción a María en actos personales, o de ámbito familiar o parroquial. Se dedica a la Virgen los sábados, por ser el día que precede al “dies solis”: María, estrella de la mañana, precede al sol, que es Cristo. Y es el día de la Señora de la Soledad y de la Esperanza, que precede al día del Señor resucitado. Las sabatinas, con el canto de la Salve o del Regina Coeli, son prácticas piadosas que no faltan en los santuarios y en las parroquias. A la Virgen se dedica un recuerdo al amanecer, al anochecer y al mediodía. Los toques del ángelus o las señales horarias de la radio marcan el ritmo de la vida rural y los apretados horarios de la vida urbana.

3. El dinamismo de la celebración

            Los componentes objetuales vienen a significar la parte de la alianza que corresponde a María. A la mariofanía, responde el hombre con el culto y la fiesta, en medio de un complejo mundo de comportamientos individuales y sociales.

a. El culto

            La veneración de los fieles a la Madre de Dios se manifiesta en el culto de “hiperdulía”, es decir, un culto “del todo singular” pero “esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo Encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo” (CEC 971). En el acto de culto se conjuntan los componentes de la alianza materno-filial: los hijos acuden a exponer sus necesidades, la Madre accede a escucharles y a servirles.

            Los actos piadosos se codifican y ritualizan por medio de triduos, quinarios, septenarios o novenas. El esquema básico suele ser una oración introductoria, un acto penitencial y una oración final para todos los días, y una oración variable, que exalta los privilegios y las virtudes de María, acompañada de invocaciones y cantos propios. La repetición cíclica es parte de la práctica religiosa natural, que se convertiría en mágica si la eficacia se hiciera residir en la propia repetición. Los devocionarios motivan la fe, recordando los orígenes de la imagen y los relatos de los milagros, al tiempo que son vehículo de transmisión doctrinal.

            Los cultos anuales incluyen la celebración de la eucaristía, con homilía, solemnizada con cantos religiosos, a veces compuestos en formas musicales propias de la región. Los días de preparación son ocasión propicia para la recepción del sacramento de la penitencia.

            El culto religioso popular también incluye actos litúrgicos muy solemnes, en el día central de la fiesta, que pueden ser denominados función principal de estatuto, función del voto, etc. No se escatiman esfuerzos económicos para traer coros y orquestas, bandas de música y fuegos de artificio.

            La misión evangelizadora de la Iglesia se realiza habitualmente en el marco de la celebración litúrgica, por medio de la lectura bíblica y de la homilía. Cuando los cultos se limitaban al ejercicio piadoso, el centro lo ocupaba el sermón, pieza oratoria que se encomendaba a predicadores de campanillas.

            Últimamente se extiende la costumbre de abrir el periodo cultual y festivo con un solemne acto literario-musical, llamado pregón. Se trata de una composición retórica y poética, dotada de método y estructura propios. Sobre el fondo del contenido religioso de la celebración, el pregón convoca a la fiesta, exaltando los sentimientos piadosos, junto con las sensaciones lúdicas. El pregonero será como un potenciador de sabores y olores. En su discurso, ratificará las señas de identidad de la devoción, de la imagen y del pueblo o de la región.

            A la celebración en el interior del templo le corresponde la salida procesional al exterior. Algunas procesiones siguen la sobriedad de la liturgia, por su orden y rigor protocolario. Otras, en cambio, más parecen una informe nube de cabezas sobre la que flota la imagen. Si los cultos anuales se celebran en la parroquial, la Virgen es trasladada desde la ermita, arropada cariñosamente por los fieles que la rodean.

            La distancia del santuario o ermita, normalmente ubicado en un lugar alejado, provoca la necesidad de salvar la distancia recorriendo un camino, con sentido religioso, penitencial y también festivo. Ponerse en camino es disponer toda la persona, su cuerpo y su tiempo, a alcanzar una meta, el encuentro con la imagen en su santuario. La persona o la colectividad se mueve por la esperanza de obtener aquello que necesita: paz, perdón, curación, remedios, etc. Reviste un carácter penitencial, porque contraría ese instinto de evitar lo que moleste. Tiene un carácter meditativo y de contemplación. Las largas horas de camino y de silencio, el contacto directo con la naturaleza, el quitarse de encima la aplastante losa de la cultura urbana, relojes y horarios, las paradas para el rezo del ángelus o del rosario, todo ayuda a encontrar a Dios y a encontrarse a sí mismo. Para muchos, “hacer el camino” es el modo de demostrar con el sacrificio la gratitud y el amor, o la manera de reforzar la petición.

            La llegada al santuario se ve marcada por el gozo de la visión y del encuentro. Tras la oración y el cumplimiento de la promesa viene el descanso, la comida y la bebida para reponer fuerzas. La persona se ve inundada por la alegría del bien conseguido o por la certeza de que el asunto que le preocupaba está en buenas manos. La precariedad de haber dejado atrás comodidad y propiedades mueve a la hospitalidad, a compartir comida y bebida. Gozo y comida común se traducen en cantes y bailes, y cuyas letras refieren la experiencia religiosa vivida. Al finalizar, el recuerdo de lo vivido marca la vuelta, y de nuevo se empiezan a contar los días que faltan para la próxima romería.

            La conciencia de la vinculación de la Virgen con sus hijos viene reforzada por la declaración del patronazgo sobre el pueblo: “Vosotros seréis mi pueblo” (Jer 11, 4). Suele producirse la elección popular en momentos de especial angustia, como epidemias o sequías, y se formaliza con una proclamación conjunta de los cabildos secular y eclesiástico. Más tarde, esa elección es confirmada por la autoridad del obispo, y ratificada por decreto de la Congregación para el Culto Divino.

            La apoteosis de la individualización de la imagen lo constituye la coronación canónica, competencia del obispo diocesano, quien suele reservar dicho honor para imágenes insignes por su antigüedad y por el alcance de su devoción. La especial solemnidad de la ceremonia y la condición de privilegio hace que la coronación canónica sea el honor más codiciado por los devotos para su patrona.

            María intercedió en las bodas de Caná ante su Hijo, para remediar a una familia en un aprieto, lo que motivó la primera manifestación pública de Jesús: “Este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria, y creyeron sus discípulos en Él” (Jn 2, 11). En el pasaje evangélico encontramos los elementos básicos de la piedad popular: una necesidad perentoria, la mediación de María, la intervención extraordinaria de Jesús y la fe que es suscitada y potenciada.

            Por milagro no entendemos aquí aquello que excede absolutamente las fuerzas de la naturaleza. El pueblo entiende por milagro cualquier efecto favorable, cuya consecución parece exceder las posibilidades ordinarias, y que se ha obtenido después de haber invocado a la Virgen.

            Admirando las virtudes personales de María, la religiosidad popular acude a las virtualidades de su valimiento ante Dios. El villancico de Juan del Encina cantaba: “Pues que tú, Reina del Cielo, tanto vales, da remedio a nuestros males”. Basta con abrir los Milagros de Nuestra Señora y las Cantigas de Santa María para sentirse fascinado por la intervención maternal de María antes las necesidades de sus devotos hijos.

            La acción milagrosa de María es la principal seña de protección individualizada sobre un lugar y desde un lugar. La súplica y petición de favores es lo que más mueve a los devotos a acudir a Dios por la mediación de María. Aunque las formas, a veces toscas, den la impresión de un “do ut des”, en realidad son una manifestación de la alianza materno-filial, de las relaciones interpersonales, del compromiso mutuo. Personas de muy poca práctica sacramental, pero naturalmente buenas y cristianas, reaccionan ante la enfermedad haciendo una promesa. Puede consistir en una acción costosa: ir andando al santuario, hacer el camino en silencio, recorrer la ermita de rodillas con los brazos en cruz portando dos cirios... o incluso ¡no ir a la romería! Flores, velas, donativos, joyas. La mayor parte de las promesas quedan anónimas y su motivación queda en la intimidad de la persona o de la familia.

            Algunos favores se recogen por escrito y se divulgan. En una dependencia de la ermita está el “cuarto de los milagros”, donde se exponen los exvotos, en forma de objetos simbólicos, anatomías de cera y de plata, o cuadros narrativos cargados de realismo. En algunos santuarios existen o existieron los Libros de Súplicas. En las sencillas, agradecidas o angustiadas súplicas encontramos las razones de la devoción, esas razones del corazón que quedan fuera del alcance de la observación etnográfica.

            Desde finales del siglo XVIII y, sobre todo, a lo largo del siglo XIX, el milagro era representado en un cuadrito, pintado por artistas que se desplazaban de romería en romería. Se creó un género pictórico, no exento de calidad artística, que representaba con ingenuidad y con todo detalle la habitación de un enfermo, la caída de un niño en un pozo, la embestida de un toro, el accidente de un carruaje o el naufragio de una embarcación. La escena recoge el instante de máxima angustia y de más intensa petición. En ese momento es representada la intervención de la Virgen como una “mariofanía”, o aparición de la imagen en un rompimiento de gloria. Por su fidelidad al ambiente real, en que ocurrió el favor, el exvoto ofrece al antropólogo infinidad de datos para el conocimiento de los usos y costumbres populares, y de la fe religiosa que impregnaba los acontecimientos de la vida.

            Ante necesidades colectivas, como las epidemias, que frecuentemente azotaban los pueblos, o los desastres atmosféricos, sequías, pedriscos, tormentas, etc., o los peligros bélicos, la comunidad se moviliza y acude a la ermita o trae en procesión a la imagen al pueblo, en rogativas. Cuando la ocasión es excepcionalmente grave, los cabildos eclesiástico y secular se reúnen y formulan un voto de celebrar y dotar anualmente una fiesta, que conmemorará la intervención de la Virgen en favor de su pueblo.

            Otra expresión de la devoción puede ser la narración versificada de la aparición o de los milagros, en forma de romances, coplas o gozos. Los himnos son un buen compendio de la religiosidad popular: exaltación a la Madre de Dios; relación de alianza con el pueblo, ciudad o región, con el doble movimiento de disposición moral y de petición por parte del pueblo, y de protección privilegiada de la Virgen. Siguen el esquema básico de la oración del Padrenuestro, verdadera síntesis de alianza amorosa paterno-filial: confesión de fe, alabanza, petición y compromiso moral.

b. La fiesta

            Toda la devoción se concentra en una fecha, que es la festividad litúrgica de la Virgen. No ha de faltar el acto litúrgico central, fuente y raíz de la vida cristiana, que es la eucaristía. Ni tampoco faltará la procesión con la imagen. Los actos religiosos se ven envueltos en el ambiente festivo, en el que confluyen tantos elementos, que llegan a constituir una ciencia particular, la eortología.

            La celebración congrega a los individuos de un grupo social o de una comunidad local, que dejan sus trabajos y ocupaciones habituales para asistir a las ceremonias religiosas y compartir las mismas razones de su existencia, en un ambiente de desbordante alegría.

            Los tiempos más propicios para los ambientes rurales son los que preceden a la siega o la vendimia, o los que dan por terminada la recolección. La presencia del bien conseguido o la espera de su consecución inmediata llena de gozo y de gratitud al fiel.

            Otras fechas vienen marcadas por el recuerdo de acontecimientos históricos, en los que la comunidad se vio libre de un inminente peligro. El recuerdo presencializa el tiempo pasado, y contribuye a consolidar la conciencia de identidad grupal de cara al futuro.

            La celebración litúrgica, por la presencia sacramental del sacrificio salvador de Cristo, aporta una misteriosa actualización de la acción protectora de María. Aunque la antropología cultural no cruza ese umbral de lo sobrenatural, reconoce que sin la celebración religiosa no hay fiesta.

            Como expresión grupal de la alegría y como participación en el rito, surgen la danza y el baile. La danza, que se reserva para los oficios litúrgicos y para la procesión, es esencialmente ritual, por la configuración de movimientos y giros, que sólo los muy iniciados son capaces de interpretar. El mismo misterio, que envuelve su origen y su significado, transmite emoción y respeto, y contribuye a crear el clima sagrado en medio de la alegría festiva. El baile, en cambio, es la expresión festiva profana, que traduce corporalmente la alegría y la convivencia. La incorporación al baile es espontánea, rompiéndose toda barrera social.

            Los himnos y las canciones contribuyen a la expresión comunitaria de los sentimientos piadosos, al tiempo que son vehículo de transmisión de los contenidos de la devoción. Los himnos revisten un carácter más oficial y culto, tanto en la música como en la letra, y su composición se encomienda a músicos y poetas de reconocido prestigio. Los cánticos que se interpretan en el marco de los ejercicios piadosos suelen ser más populares, más fáciles de interpretar y de comprender. Por último, las canciones que acompañan a los bailes, a pesar de su marco profano, están cargadas de expresiones y sentimientos religiosos.

            Aunque procedente de círculos más cultos, la poesía refleja con especial brillo la piedad popular mariana que florece en los santuarios y en las peregrinaciones que conducen a ellos.

            En el Antiguo Testamento, no hay alianza sin sacrificio y sin comida. Lo más llamativo de las romerías es que se come y se bebe ininterrumpidamente. La necesidad de alimentarse y de reponer fuerzas cede su lugar a la necesidad de comunicarse, participando de la mesa común. Es proverbial de las romerías la generosidad y la hospitalidad. Los lugareños, en medio de la fortísima afirmación local que significa la romería, tienen a gala decir de corazón que allí nadie se siente extraño.

            Antiguamente, la hospitalidad se concretaba en la “comida de pobres”. Los mayordomos se encargaban de preparar unas grandes ollas para que los pobres pudieran comer toda la carne que quisieran. Hoy día no es el caso, pero se sigue haciendo para invitar a todas las personas que acudan a la romería.

            En la celebración festiva intervienen todos los sentidos corporales, en un clima de gozo y alegría. El tiempo viene regulado por un ritmo alternativo de concentración y de holganza, de actos religiosos y de actos profanos. De algún modo puede considerarse como una puesta en escena, en la que los espectadores son los propios protagonistas. La concurrencia de otros espectadores foráneos intensifica el carácter de espectáculo, pues, aunque aparentemente aquellos puedan despertar reticencias, en realidad los lugareños sienten la complacencia de redescubrirse a sí mismos, mostrándose a los extraños.

            La imagen proyectada es una nueva manera de vivir la fiesta. Al efecto de espejo hay que añadir el efecto de la conservación de la imagen por la fotografía o por el cine o el vídeo. La imagen captada se sale de lo efímero y pasa a lo trascendente, a lo que perdura; adquiere el brillo de la fama y la nobleza de lo histórico.

            Las emisoras de televisión y de radio potencian enormemente los acontecimientos regionales o locales. Nada hay más importante en el ámbito regional o local que la romería del pueblo o de la región. El espacio que ocupan, en tiempo y en franja horaria, se corresponde con la audiencia, con la demanda del público.

            Esto ha llevado consigo una propaganda no buscada, un atractivo añadido. La imagen gráfica es fascinadora, provoca el deseo de acudir y presenciar el espectáculo; estar presente, gozar con todos los sentidos lo que la pantalla sólo ofrece a los ojos y a los oídos. Pero el espejo puede convertirse en espejismo, si se actúa para la imagen visual, no para la imagen sagrada, y si se potencia la vanidad, el tipismo, lo único, lo novedoso, haciendo de lo accidental algo sustancial.

c. La sociedad

            La celebración cultual mariana en determinados días del año provoca la confluencia de gran número de personas, movidas por sentimientos comunes. Todos los hijos del pueblo acuden a un mismo lugar atraídas por un idéntico motivo: la veneración de la Madre de Dios, a la que todos y cada uno consideran como madre propia. La maternidad causa la fraternidad.

            En las manifestaciones de religiosidad popular mariana puede palparse la ley de la Encarnación. La inculturación de la fe no significa únicamente que la fe se vuelca en moldes culturales preexistentes, sino que la fe crea signos de identidad y moldes de convivencia social. Por poner un ejemplo, lo rociero -es decir, el complejo mundo que envuelve la devoción a la Virgen del Rocío-  ha llegado a ser como la síntesis de lo andaluz. En su romería se dan cita los elementos más definitorios de las artes y costumbres populares andaluzas: los caballos y los bueyes, como pervivencia de las tradiciones ganaderas y agrícolas, la música de la gaita y el tamboril, de origen rural castellano, y la del cante y baile por sevillanas, ligados a las formas de la fiesta urbana de Sevilla.

            La devoción mariana constituye una de las principales señas de identidad de un pueblo, como lo fue para Israel la alianza con Yahvé. Israel tenía conciencia de pueblo elegido, depositario de la ley y los profetas. Por sus relaciones con un Dios cercano, era consciente de su singularidad. Por analogía, el pueblo cristiano capta que la protección de Dios le viene por la invocación a una imagen de María, personalizada y singular, y que, por ello, María personaliza y singulariza a ese pueblo.

            El pueblo se siente identificado con una imagen de María, porque a ella acudieron sus padres y a ella acuden hoy en sus problemas. La fiesta, además, le identifica, porque la celebración congrega a todos los vecinos y a los que emigraron, y que atrae incluso a los forasteros. La identidad se ve reforzada por la confrontación con los vecinos, con los que no son infrecuentes las desavenencias. La Virgen será invocada como capitana de las tropas defensoras del pueblo, o valedora de equipos deportivos, aunque el adversario también sea cristiano y mariano. La autoafirmación local no produce rechazo del forastero; antes bien, es un motivo de orgullo que, desde fuera, se reconozca el valor de lo propio.

            Al concurrir en el santuario unas colectividades organizadas, interesa al antropólogo las múltiples relaciones sociales que se entablan en la fiesta: relaciones jerárquicas de autoridad y de obediencia; las formas de cooperación; la igualdad básica, por encima de opiniones políticas o de fortuna económica; las reacciones de exhibición; los rangos, los roles dentro de cada Hermandad; la hospitalidad con todos los peregrinos, en las casas y en el camino.

            La devoción suscitada por una imagen de María, al igual que las devociones a Cristo o a los santos, anima a un grupo de fieles a asociarse, con la intención de organizar y extender el culto, cuidar del templo y de sus enseres y obras de arte, en representación del pueblo. Canónicamente tienen la condición de Asociaciones Públicas de Fieles. Si la devoción se extiende por la comarca, la región o la nación, de forma estable y no meramente con devotos ocasionales, surgen las Hermandades filiales, autónomas en sí mismas, pero vinculadas al santuario de origen en lo relativo a la organización de los cultos centrales, por medio de la Hermandad Matriz o Archicofradía La actividad de la Hermandad, o la conjunción de Matriz y Filiales, hace posible que, en medio de la multitudinaria fiesta, el pueblo se articule en relaciones personales y supere el anonimato de la masa informe.

            El aprecio de los fieles por la imagen mariana enaltece a todo lo que la rodea. El prestigio de ser Hermano Mayor o Presidente está fuera de toda duda: por su ascendencia social, a veces resulta más codiciado que un cargo político. Tal es la fuerza social de la religiosidad popular que la prensa, la radio y la televisión, tantas veces beligerantes contra la Iglesia, no tienen empacho en llenar páginas y páginas, o en dedicar grandes espacios de su parrilla a estos eventos.

            La presencia de las autoridades civiles en los actos de religiosidad popular tiene su razón de ser en antiguos votos capitulares. Pero llama la atención cómo no ha disminuido, sino más bien ha crecido su participación en las últimas décadas de democracia y de estado aconfesional. Es un modo de interpretar que la autoridad civil representa a la voluntad y a los sentimientos del pueblo. Desde el punto de vista de la semiótica, significarse en este ámbito religioso tiene una carga positiva, que cuenta con el aprecio del pueblo. Las romerías sirven de envidiable plataforma de relaciones públicas, ocasión inigualable de ser visto y admirado por la multitud.

            Pero una instrumentalización más insidiosa es el vaciamiento de contenido: sin negar explícitamente lo cultual, se exalta lo puramente cultural y lo costumbrista; se potencian los elementos colaterales; se reinterpretan los símbolos, e, incluso, se pone en duda el papel normativo de la Iglesia sobre los contenidos religiosos y litúrgicos de la piedad popular.

            Estos peligros son razones de más para que la Iglesia, jerarquía y laicos, no cedan el honor de su Madre, sino que lo atiendan y lo cultiven con el mayor esmero.

Conclusión

            El amor a la Madre de Dios y Madre nuestra, Santa María, fundamentado en la revelación, en la tradición y en el magisterio episcopal y pontificio, ha entrado de tal modo en la entraña del pueblo que ha sabido servirse de expresiones culturales y religiosas de la más remota antigüedad, y, a su vez, ha originado las señas culturales de identidad de ese mismo pueblo. Religiosidad no se opone a religión, ni cultura a culto, ni interés etnológico a contenidos teológicos y normativa litúrgica.

            El reto que se plantea a los pastores y a los laicos es llenar de contenido los signos; pasar del disfrute estético al compromiso ético; avivar las fuentes teológicas, sacramentales y litúrgicas de donde brotaron las costumbres, y que fueron su verdadero contexto; reconducir las vivencias particulares a la vida eclesial y la comunión con los pastores; y, en definitiva, enfocarlo todo hacia el encuentro con Cristo, para cumplir el encargo de la Madre: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Hoy, como en los primeros momentos de la vida de Jesús, los pueblos encontrarán al Niño en brazos de María, su Madre, nuestra Madre.