CRISTO CARDIÓFANO.
ICONOGRAFÍA DEL CORAZÓN DE JESÚS
Manuel
Jesús Carrasco Terriza
[Publicado en Cor Iesu. La devoción
al Corazón de Jesús en la Diócesis de Huelva. Exposición Monasterio de
Santa Clara de Moguer, del 15 de marzo al 20 de abril
de 2019. M. J. Carrasco Terriza (Coord.), Huelva, Obispado
de Huelva, 2019, pp. 5-18. ]
La conmemoración de la Consagración
de España al Sagrado Corazón de Jesús, ocurrida en el Cerro de los Ángeles el
30 de mayo de 1919, se celebra en la Iglesia de España con un Año Jubilar, bajo
el lema “Sus heridas nos han curado”.
Se trata de revitalizar el espíritu que movió aquel acontecimiento, y que no
fue otro que el de poner a Cristo en el centro de la vida pública y privada. A
la difusión de esta devoción cristocéntrica
contribuyó sin duda la iconografía de Jesucristo, mostrando su corazón,
conforme a las visiones de Santa Margarita María de Alacoque.
Es una buena ocasión para analizar el desarrollo de la imagen de Jesucristo en
el arte desde sus orígenes[1], en cuya línea de continuidad hay que situar la iconografía del
Sagrado Corazón.
“Quien me ve a mí, ve al Padre”
El apóstol Felipe, entusiasmado por
lo que Jesús les revelaba sobre Dios, exclamó: “Señor, muéstranos al Padre, y
nos basta”. A lo que Jesús contestó: “Felipe, ¿tanto tiempo conmigo y no me
conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 8-9). Cristo, Verbo
encarnado, es la imagen visible del Padre. El amor de Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, laten en el corazón humano de Cristo, desde sus primeras
sístoles y diástoles en Belén, hasta que fue atravesado por la lanza del
soldado en el Gólgota.
Superadas las primeras resistencias
anicónicas, motivadas, por un lado, por el ambiente judaico de un Dios único
irrepresentable, y, por otro, por el idolátrico mundo helenístico, se impuso la
posibilidad de representar la figura de Cristo, sobre la base de la
Encarnación: si Dios se ha hecho hombre, se ha hecho visible y ha aceptado ser
representable. “Desde el mismo momento en que Dios asume la humanidad en la
persona de Cristo, ya es posible representar a Dios bajo el aspecto humano que
él ha asumido”[2]. Así quedó asentado en el Concilio II
Nicea, año 787, y así lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 477:
“La Iglesia siempre ha admitido que, en el
cuerpo de Jesús, Dios "que era invisible en su naturaleza se hace
visible" (Misal Romano, Prefacio de Navidad). En efecto, las
particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina
del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta
el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el
creyente que venera su imagen, "venera a la persona representada en
ella" (Concilio de Nicea II: DS, 601)”.
La evolución del aniconismo
al icono de Cristo se produjo con la misma naturalidad con que la formulación
de la fe se sirvió de los instrumentos racionales de su tiempo, bien sea en los
esquemas judeocristianos, bien sea en los de la filosofía neoplatónica. Los
artistas representan a Cristo conforme a modelos similares de la vida
contemporánea.
Imágenes-signo
de Cristo glorioso
André Grabar[3] distingue entre imágenes narrativas, o histórico-descriptivas
según Plazaola[4], de las que prescindimos
en este estudio, e imágenes-signo, que también se pueden denominar imágenes
contemplativas. Éstas no se refieren a hechos y escenas concretas del
evangelio, sino que expresan aspectos del misterio de Cristo, en todo caso como
Cristo glorioso. Las representaciones han ido evolucionando, conforme a la
sensibilidad espiritual de cada época. La imagen del Corazón de Jesús se
inscribe en esa serie de imágenes-signo o contemplativas.
El rostro de Cristo
En el arte grecorromano, los
personajes se identifican por los atributos de su oficio o cargo. El arte
cristiano de los primeros siglos intenta, además, que los apóstoles – p. ej.,
Pedro y Pablo– sean reconocidos por unos rasgos faciales tipificados, aunque su
fisonomía fuera desconocida. De ahí surge el deseo de figurar el retrato de
Cristo, la Santa Faz, y de fundamentarlo en hechos históricos. Tal es el
caso del supuesto retrato que hizo Hannan, portador
de una carta del rey de Edesa para Jesús:
“Cuando Hannan, el
guardián de los archivos, vio que Jesús le habló así, en virtud de ser el
pintor del rey, tomó y pintó una imagen de Jesús con pinturas selectas, y llevó
consigo al rey Abgar, su maestro. Y cuando el rey Abgar vio la semejanza, la recibió con gran alegría y la
colocó con gran honor en una de sus casas palaciegas”[5].
Otro es el paño de la Verónica,
la vera icona,
en el que Cristo dejó impreso su rostro camino del Calvario, y que Heinrich Pfeiffer identifica con el Volto Santo de Manopello[6]. De carácter distinto son
los lienzos de la sepultura de Jesús, conforme al rito funerario judío, que
distingue entre los lienzos para el cuerpo y el sudario para el rostro (Jn 20, 6-7): la Sábana Santa, de Turín, en la que quedó
impreso el cuerpo de Jesús de forma similar al de un negativo fotográfico[7], y el Sudario de Oviedo, que conserva las manchas del rostro[8]. El hecho es que, a partir
del siglo V, se va configurando un rostro de Cristo que concuerda con estas
reliquias, sin que se pueda establecer taxativamente entre ellos una relación
de causa y efecto.
Las notas comunes de los rasgos
faciales son los ojos almendrados, las cejas curvadas, una fina nariz y la boca
ligeramente abierta, un rostro bien proporcionado, enmarcado por largos
cabellos castaño claro, que aluden a su condición de nazareno, o nazir, consagrado a Dios,
según la ley judaica (Núm
6, 7), a veces con un rizo sobre la frente, y la barba generalmente bífida, no
muy larga. Un texto apócrifo atribuido a San Juan Damasceno describe la
tipología ya consolidada en su tiempo:
“Se representó a Cristo tal como lo habían
pintado los historiadores antiguos: con cejas juntas, ojos hermosos, nariz
larga, cabellos rizados, cuerpo inclinado hacia adelante, rostro juvenil, barba
negra, tez color de trigo, que era también la de su Madre; dedos largos”. [9]
Otra descripción apócrifa más
prolija, que hizo fortuna en el medievo, es la supuesta carta de Publio Léntulo al Senado, informando sobre el predicador galileo:
“Es de estatura alta, mas sin exceso; gallardo;
su rostro venerable inspira amor y temor a los que le miran; sus cabellos son
de color de avellana madura y lasos, o sea lisos, casi hasta las orejas, pero
desde éstas un poco rizados, de color de cera virgen y muy resplandecientes,
desde los hombros lisos y sueltos, partidos en medio de la cabeza, según la
costumbre de los nazarenos. La frente es llana y muy serena, sin la menor
arruga en la cara, agraciada por un agradable sonrosado. En su nariz y boca no
hay imperfección alguna. Tiene la barba poblada, mas no larga, partida
igualmente en medio, del mismo color que el cabello, sin vello alguno en lo
demás del rostro. Su aspecto es sencillo y grave; los ojos garzos, o sea
blancos y azules claros. Es terrible en el reprender, suave y amable en el
amonestar, alegre con gravedad.(...) La conformación
de su cuerpo es sumamente perfecta; sus brazos y manos son muy agradables a la
vista”.[10]
Aunque se trata de una leyenda muy
tardía, recordemos el retrato que hace de Jesús la carta de Clodio
Fabato, el soldado romano de Niebla que presenció la
crucifixión:
“Jossua era de cuerpo
mediano, de color moreno sonrosado y semblante sereno y humilde, su carácter
bondadoso estaba realzado por poblada y sedosa barba, que caía dividida sobre
el pecho, ojos de cielo, y grande cabellera, que formando rizadas trenzas o
guedejas descansaba sobre sus hombros”.[11]
Un prototipo del rostro de Jesús lo
encontramos en la tabla del monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí, en
Egipto, de mediados del siglo VI.
Para expresar que la naturaleza
humana está unida a la divinidad –como instrumentum coniunctum divinitati[12]– el artista se servirá de
varios signos, como el nimbo crucífero o las tres potencias –memoria,
entendimiento y voluntad, símbolo de la Stma.
Trinidad–, la mandorla mística, símbolo de la eternidad, o los fondos de oro,
que simbolizan la doxa,
el resplandor divino.
En el primer arte cristiano:
Cristo Buen Pastor, Cristo Maestro
En el primer arte cristiano,
expresado en las pinturas de las catacumbas y los relieves de los sarcófagos,
se representa a Cristo joven, imberbe, como Buen Pastor, tomando el
modelo del moscóforo
o el crióforo, que lleva sobre sus
hombros el animal –ternero o cordero– para el sacrificio, o de las escenas
bucólicas de arte popular. Lo vemos en pintura en la catacumba de San Pedro y
San Marcelino, o en escultura en el Buen Pastor del Museo Laterano.
Como Cristo
Maestro, como orador, portando un rollo en la mano, rodeado de sus
discípulos, como los filósofos, retóricos o magistrados paganos contemporáneos:
así aparece, joven, en el sarcófago de Junio Baso, o en San Lorenzo de Milán
(s. IV). Según Plazaola, “las primeras
representaciones o evocaciones de Cristo
no son representaciones relacionadas con problemas cristológicos. No abordan el
tema de la personalidad de Jesús,
sino el de su misión” como Salvador,
o como Maestro de la verdad.[13]
En el arte bizantino: Cristo en
Majestad, Cristo Legislador, Pantocrátor
Con la paz de la Iglesia, a partir
del siglo IV, cuando los emperadores han dejado de ser considerados como seres
divinos, las representaciones de éstos no son objeto de adoración, pero sí de
respeto, por cuanto hacen presente al representado. Alejado el peligro de la
idolatría, la imagen de Cristo es aceptada y recomendada por la doctrina de la
Iglesia. Así se expresa el canon 82 del Concilio Quinisexto
(año 692):
“Por tanto, para que lo que es perfecto sea
representado a los ojos de todos incluso en la expresión pictórica, ordenamos
que en adelante la forma humana de Cristo nuestro Dios se proponga y se pinte
en vez del Cordero, para que, comprendiendo de esa manera la sublimidad de la
humillación del Verbo de Dios, seamos conducidos también al recuerdo de su vida
en la carne, de su pasión y su muerte salvadora y de la redención del mundo que
fue operada por él”.[14]
Las esculturas, tanto de los
emperadores como de los hombres de gobierno, procuran identificar al personaje,
especialmente por la indumentaria y por los atributos de su función pública. Lo
mismo ocurre con la figura de Cristo: la manifestación de la persona divina a
través de la naturaleza humana, ocurrida en la Transfiguración, se trasladó al
arte inspirándose en la categoría más alta del ser humano, el Basileus, rodeado de sus colaboradores. La eternidad puede
expresarse tanto por el aspecto venerable, por asimilación al “anciano de
muchos días” (Dan 7, 9), o como el
eternamente joven: es el Cristo en majestad, joven, sedente
sobre el universo, en San Vital de Rávena (547), y maduro en la mayoría de los
casos. Como Legislador lo vemos en la Traditio Legis, entregando la Antigua Ley a
Moisés, o la Largitio Pacis a San
Pedro, en Santa Constanza de Roma (s. IV). En la basílica de Santa Pudenciana, de Roma (c. 400) y en el ábside de San Cosme y
San Damián (526), Cristo legislador aparece como hombre maduro y barbado,
sedente o de pie.
Como Cosmocrátor
o Pantocrátor,
Cristo es la encarnación de la omnipotencia divina. Los iconógrafos
bizantinos se inspiran en el ceremonial y en la indumentaria de la corte.
Representan a Cristo de frente, de pie o sentado, como soberano, expresando el
poder del monarca celeste, a veces entre la Virgen María y San Juan Bautista
que interceden por la humanidad, formando el grupo denominado Deesis o Deisis. Un modelo
acabadísimo es el de Santa Sofía de Constantinopla, de la primera mitad del
siglo XII. Además, “subrayaron los rasgos físicos y la expresión del rostro, y
elaboraron un tipo de facies mofletuda, de amplia barba y largos cabellos,
fórmula que quería evocar a la vez al Padre y al Hijo”, según las palabras de
Jesús, “quien me ve a mí ve a mi Padre” (Jn 12, 45)[15].
En el siglo IX, los monjes del
monasterio de Studium, en Constantinopla,
desarrollaron una teoría sobre una cierta sacramentalidad
del icono, es decir, una participación relativa del icono de Cristo con su
divino modelo, su prototipo: “Serán imágenes sin referencia a la historia y al
artista, en contacto con el cielo más que con la humanidad, imágenes capaces de
reflejar, como si se tratara de un contacto inmediato, a los modelos sagrados,
y capaces de vehicular la fuerza divina de que ellas son receptáculos”[16]. De este concepto deriva
la fijación de los modelos y la repetición fidelísima de los mismos, para
conservar su virtualidad. En este sentido podemos recordar el Pantocrátor del
ábside de la catedral de Cefalú, de 1148.
En el arte románico: Maiestas Domini, Pantocátor
En Occidente, el arte románico
recibe el modelo del mundo bizantino. El Pantocrátor, también se denomina Maiestas Domini, y
se inspira en los capítulos cuarto y quinto del Apocalipsis, como Cristo
Salvador glorioso y Juez universal, con el libro de la vida y bendiciendo,
enmarcado en la mandorla mística y rodeado del tetramorfos –los cuatro
evangelistas– y de los veinticuatro ancianos. Un egregio ejemplo lo encontramos
en el Pantocrátor, Luz del mundo, de
San Clemente de Tahull (h. 1123).
En el arte gótico: Beau Dieu
En el arte gótico, continuando su
inspiración en el Cristo glorioso del Apocalipsis, las imágenes se vuelven más
reales, alejándose del hieratismo de la época anterior. Es el caso del Beau Dieu, el
Cristo del parteluz de la portada occidental de catedral de Amiens, fechado en
1230: de pie, bendice con la diestra y sostiene el libro de la vida en la
izquierda; dentro de la seriedad de su gesto, encontramos un rostro amable.
Igualmente vemos un Cristo humanizado en el Beau Dieu del transepto norte la catedral de
Reims (h. 1235): en lugar del libro, lleva el orbe terráqueo en la izquierda.
Incluso en el arte bizantino se advierte una cierta humanización de la figura de
Cristo bendiciendo, como en el Pantocrátor del ábside de la catedral de Cefalú (h. 1148) o el del exonártex
de San Salvador de Cora, Estambul (h. 1320).
En el arte renacentista: Salvator Mundi
En la pintura renacentista de los
siglos XV y XVI aparece la figura del Cristo Salvador, Salvator Mundi, representado de medio cuerpo, bendiciendo
con la derecha y llevando en la diestra la esfera celeste, o el orbe coronado
por la cruz redentora. Lo que más llama la atención es la mirada profunda, que
penetra el alma, y que tanto favorece la piedad. En efecto, en el siglo XV
surge la devotio moderna, una devoción cristocéntrica que se caracteriza por la subjetividad, la
interioridad y la emotividad, y que suscita la demanda de imágenes de pequeñas
dimensiones, para satisfacer la devoción particular en la intimidad. Este
movimiento espiritual, nacido en los Países Bajos, encontró su expresión
artística en los flamencos. Según Plazaola, «de las
pinturas de Van der Weyden y de Dierik
Bouts se desprende un sentimiento de piedad
conmovedora, que refleja la espiritualidad de la devotio moderna, desprovista de toda exhibición grandiosa de santidad, de
todo preciosismo decorativo y, en cambio, transida de concentración afectiva y
silenciosa»[17].
A partir de los flamencos Rogier van der Weyden, en el
Tríptico Braque (1452), Hans Memling
(1481), Joos van Cleve
(c.1516-18), podemos ver multitud de ejemplos en los italianos Carlo Crivelli (c. 1472), Antonello de
Messina (1475), Andrea Previtali (1519), y los más
famosos Leonardo da Vinci (h. 1500) y Tiziano (1570), Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (hacia 1650) y, en España, Juan de Juanes, en
su Salvador Eucarístico (1545-1550) y el Greco, en el Salvador del Museo del Prado (1608-1614).
Podemos decir que el Salvator Mundi es la
iconografía más inmediata a la del Sagrado Corazón de Jesús.
Cardiofanías
de Cristo a Santa Margarita María de Alacoque
Entre 1673 y 1675, Jesucristo se
manifestó en varias ocasiones a Santa Margarita María de Alacoque
(1647-1690), religiosa de la Visitación en Paray-le-Monial, mostrándole su corazón inflamado, en relación
siempre con la Sagrada Eucaristía. Tales apariciones han dado lugar a una nueva
iconografía cristífera: la del Sagrado Corazón de
Jesús.
Según ella misma cuenta, el 27 de
diciembre de 1673, estando delante del Santísimo Sacramento, Jesús le dijo:
“Mi divino Corazón está tan apasionado de amor
por los hombres y por ti en particular que, no pudiendo ya contener en sí mismo
las llamas de su ardiente caridad, le es preciso comunicarlas por tu medio y
manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros que te estoy
descubriendo”[18].
En la segunda revelación
principal (1674) se presentó el Corazón de Cristo como en un trono de llamas,
transparente como un cristal con su adorable llaga, rodeado de una corona de
espinas, y coronado por la cruz, que simbolizaba los sufrimientos redentores de
la Pasión.
“Me hizo ver [...] el ardiente deseo que tenía
de ser amado de los hombres y de apartarlos del camino de la perdición [...].
Pero es preciso honrarle bajo la figura de ese Corazón de carne, cuya imagen
quería que se expusiera y que llevara yo sobre mi corazón. Y dondequiera que
esta imagen fuere expuesta para ser honrada, derramaría sus gracias y
bendiciones”[19] .
La tercera revelación principal tuvo
lugar también en 1674. Estando en adoración ante el Santísimo Sacramento, se le
presentó Jesucristo, radiante de gloria con sus cinco llagas.
“Por todas partes salían llamas de su sagrada
humanidad, especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Abrióse éste y me descubrió su amantísimo y amabilísimo
Corazón, que era el vivo foco de donde procedían semejantes llamas”[20].
La cuarta y última revelación
principal ocurrió el 16 de junio de 1675:
“Descubriendo su divino Corazón me dijo: He
aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha perdonado hasta
agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y en reconocimiento no recibo
de la mayor parte más que ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios,
ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento del amor”[21].
Estas cardiofanías han inspirado la
iconografía de Jesucristo mostrando su divino corazón, como imagen-signo del
amor de Dios. Estas revelaciones privadas, reconocidas por la Iglesia, no
aportan nuevos contenidos a la Revelación, pero contribuyen a profundizar y
expresar el amor de Dios anunciado en el Antiguo Testamento y encarnado en
Cristo[22].
En los profetas, el amor de Dios
aparece bajo las formas de la relaciones paterno-filiales
o esponsales de Yahvé con su pueblo:
“Cuando Israel era niño, yo lo amé; y de Egipto
llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos... Los
conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor” (Os 11, 1, 3-4; 14, 5-6).
“Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado
de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidar a su pequeñuelo, no apiadarse del hijo de
sus entrañas? Pues aunque ésta se olvide, yo no me olvidaré de ti” (Is 49, 5-6).
“Con amor eterno te amé, por eso te he atraído
a mí lleno de misericordia... Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su
corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 3, 33-34).
“Dios es amor” (I Jn 4, 8), y Cristo visibiliza el amor
de Dios, palpitando en un corazón humano. El corazón de Cristo “es un signo o
símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano”[23] . San Pablo lo expresaba
así:
“Que Cristo habite por la fe en nuestros
corazones, de modo que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender
con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la altura y profundidad del
amor de Cristo que sobrepuja todo conocimiento” (Ef 3, 17-19).
Ese amor llegó a su máxima expresión
en la entrega de su voluntad a la voluntad de su Padre. En Getsemaní, su
corazón latió con tanta fuerza que los poros de su piel sudaron sangre. La
corona de espinas, más que en su cabeza, se clavó en su corazón. Finalmente, en
el Calvario, una lanza atravesó su costado, y de su corazón brotó sangre y
agua.
Todos los Padres de la Iglesia,
obispos, teólogos y escritores místicos, han glosado el misterio del amor de
Cristo. Entre estos últimos podemos citar a Santa Matilde y Santa Gertrudis de Helfta, y Santa Ángela de Foligno.
Pero fue San Juan Eudes quien inició el culto a los
Sagrados Corazones de Jesús y de María, en 1670, con oficio litúrgico propio.
Sin embargo, la expresión iconográfica hay que atribuirla a las cardiofanías de
Santa Margarita María de Alacoque, en los inmediatos
años de 1673-1675. Su director espiritual, P. Claudio de la Colombière,
jesuita, contribuyó a su rápida expansión por todo el orbe católico. La
devoción al Corazón de Jesús fue, desde entonces, distintivo de la Compañía de
Jesús.
En España, el gran difusor de esta
devoción fue el beato Bernardo de Hoyos, S. J. (1711-1735). El 14 de mayo de
1733, recibió la llamada Revelación de la Gran Promesa:
“Dióseme a entender
que no se me daban a gustar las riquezas de este Corazón para mí sólo, sino
para que por mí las gustasen otros. Pedí a toda la Santísima Trinidad la
consecución de nuestros deseos, y pidiendo esta fiesta en especialidad para
España, en que ni aun memoria parece hay de ella, me dijo Jesús: Reinaré en
España, y con más veneración que en otras muchas partes”.
En efecto, además de la
manifestación del amor de Cristo encarnado hecha a Santa Margarita María de Alacoque, Jesús prometió reinar en aquellos lugares donde
se le rindiera culto a su divino Corazón. Fue divisa de esta devoción la
segunda petición del Padre Nuestro: “Venga a nosotros tu reino”, Adveniat regnum tuum. En el prefacio de la misa de su fiesta se
especifica que se trata de un “reino de verdad y de vida, reino de santidad y
de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”.
La devoción fue aprobada y fomentada
por los Sumos Pontífices. En 1765 el Papa Clemente XIII concede la fiesta del
Sagrado Corazón, con misa propia, al reino de Polonia y a la archicofradía
romana del Sagrado Corazón. Pío IX en 1856 extendió la fiesta litúrgica a la
Iglesia universal. León XIII consagró el género humano al Sagrado Corazón en
1899 y le dedicó la encíclica Annum sacrum. Pío XI el 8 de mayo de 1928 publicó la
encíclica Miserentissimus Redemptor sobre
la expiación que todos deben al Sagrado Corazón de Jesús, renovó la
consagración y dotó el texto de la misa con un prefacio propio[24]. Y Pio XII, el 15 de mayo
de 1956, publicó la encíclica Haurietis aquas, magnífica síntesis doctrinal de esta devoción. Y
el 6 de febrero de 1965, Pablo VI publica la carta apostólica Investigabilis divitias,
recordando la fiesta litúrgica establecida por Clemente XIII. San Juan Pablo
II, el 11 de junio de 1999, renovó la consagración del género humano al Sagrado
Corazón de Jesús, al conmemorarse el centenario de la consagración establecida
para toda la Iglesia por León XIII.
Tipología
de las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús
La denominación “Sagrado Corazón de
Jesús” puede referirse directamente al corazón, o designar a la persona de
Cristo: el todo –Cristo– por la parte –el corazón–.
Corazón símbolo
Las representaciones del divino
corazón, independiente de la figura de Cristo, tienen un carácter simbólico.
Fue la primera forma de plasmar las cardiofanías de
Santa Margarita, primeramente dibujado el corazón por las mismas religiosas, y
ya a finales de 1687 estampado en París[25]. Suele aparecer en objetos de piedad personal –escapularios,
detentes, medallas[26]–, grabados de libros
piadosos, o en objetos litúrgicos en relación con la Sagrada Eucaristía, como
relieves de puertas de sagrario, copones, portaviáticos,
ostensorios, etc.
La Iglesia prefiere que se exponga
al culto no un corazón aislado, sino la persona de Cristo, con su corazón
manifiesto en el pecho, según decreto de la Sagrada Congregación de
Indulgencias, de 14 de septiembre de 1877[27].
Corazón visible en Cristo cardióforo o en Cristo cardiófano
Básicamente hay dos maneras de
representar la persona de Jesucristo mostrando su divino Corazón, según las apariciones
a Santa Margarita: una con el corazón unido a su persona, y otra con el corazón
separado de su lugar natural[28]. Podemos denominar la primera iconografía como Cristo
cardiófano, Cristo que transparenta su pecho
como en un fanal y deja ver su corazón; y la segunda como Cristo cardióforo,
portando y ofreciéndolo en su mano.
La primera representación plástica
de Jesucristo en persona mostrando su corazón se realizó después de la
aprobación del culto por Clemente XIII en 1765. Tal fue el óleo sobre cobre que
pintó Girolamo Pompeo Batoni
para la iglesia del Iesú, de Roma, 1767, conforme a
la cardiofanía de Santa Margarita María de Alacoque. Poco después, en 1780, por encargo de la reina
María Francisca de Portugal, Batoni desarrolló la
iconografía en un gran óleo para la basílica de la Estrella de Lisboa[29].
Se repite la afirmación de L. Rèau de que las esculturas del Sagrado Corazón “proceden”
de la figura de Cristo esculpida por el danés Thorvaldsen
en 1838 para la Catedral luterana de
Nuestra Señora de Copenhague[30]. En realidad, la imagen
representa al Salvador, sin mostrar su divino corazón, si bien su gesto
amoroso, con los brazos abiertos, es avalado por el texto de su pedestal, de Mt 11, 28: “Venid a mí, los que estáis
cansados y agobiados”. No negamos que en ciertos casos haya podido servir de
inspiración, sobre todo en monumentos públicos, como el del Cerro de los
Ángeles, de Aniceto Marinas, 1919. Pero pensamos que la iconografía
generalizada del Sagrado Corazón hay que situarla en continuidad con la
figuración del Salvator Mundi y con
los modelos grecorromanos del maestro o rétor togado,
habida cuenta que tal representación surge en la época del arte neoclásico.
La forma más habitual es la de Cristo cardiófano.
Suele estar de pie, vestido con túnica blanca y manto rojo. Sobre su pecho se
muestra el corazón llagado por la lanza, rodeado de espinas y coronado por una
cruz que emerge de unas llamas, y emitiendo rayos de luz. Puede tener los
brazos abiertos, como signo de acogida amorosa, pero en más ocasiones señala
con la izquierda el divino corazón al tiempo que bendice con la derecha, ambas
manos marcadas por las heridas de los clavos. A veces, se señala con la derecha
y extiende la izquierda en gesto de otorgar favores. Es menos habitual que aparezca
sentado sobre un trono, con la esfera celeste coronada por la cruz en su
izquierda, bendiciendo con la diestra, y con la corona a sus pie, en cuyo caso
representa a Cristo Rey, en
consonancia con las revelaciones de Santa Margarita y del Beato Bernardo de
Hoyos: “Reinaré...”.
La intención de representar el amor
divino induce al artista a buscar expresiones de ternura, de cercanía, la
cabeza levemente inclinada y una mirada penetrante de dulzura, en consonancia
con la piadosa invocación a Cristo como “Dulcísimo Corazón de Jesús”, gesto que
también intenta traslucir su deseo de ser consolado por las ofensas recibidas,
como dice la Escritura: “Busqué quien me consolara y no lo hallé” (Sal 69, 20).
La rápida difusión de esta devoción,
potenciada por los Sumos Pontífices, por los jesuitas y por otras
congregaciones religiosas, coincidió con una época de debilidad en el arte
sacro, unido a la proliferación de imágenes producidas en serie en los talleres
del barrio parisino de San Sulpicio o en los de Olot.
Pierre Régamey caracterizaba la decadencia del arte
sacro en esta época por su sentimentalismo, el interés por lo anecdótico y por
un didactismo elemental[31]. Se expuso a la devoción de los fieles una imaginería de “rasgos
anodinos, sensibleros en exceso, y no raras veces incluso feminoides”[32], como puede verse en el
lienzo anónimo de fines del XVIII, del monasterio de Clarisas de Arcevia (Ancona)[33].
No por ello se puede considerar
deleznable la iconografía del Sagrado Corazón, pues incluso en obras de serie se
pueden contemplar imágenes muy dignas, como las que se muestran en esta
exposición. Más aún, hemos de destacar la calidad y nobleza de imágenes del
Sagrado Corazón, en las que el vigor no ahoga el amor y la misericordia, en continuidad con la tradición del Salvator Mundi, de
mirada comunicativa y penetrante, como las realizadas por escultores de nuestra
tierra, como Sebastián Santos, Castillo Lastrucci,
Pinto Soldán, Rivera García, Barbero Medina, Cerquera
Becerra, Enrique Orce, León Ortega, Moreno Daza y Martín Lagares[34].
Conclusión
La celebración del centenario de la
consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús puede motivar la vuelta a
las fuentes teológicas de la devoción, tal como la resume el Catecismo de la
Iglesia Católica, nº 478:
“El Corazón del Verbo encarnado. Jesús, durante
su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de
nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: "El Hijo de Dios me
amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta
razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para
nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), "es considerado como el
principal indicador y símbolo [...] de aquel amor con que el divino Redentor
ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres" (Pío XII, Enc. Haurietis aquas: DS,
3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812)”.
Una nueva imaginería, digna y noble,
de valor artístico, debería desplazar a aquellas otras figuras de menor
calidad. Muchos y buenos imagineros, que hoy lucen su arte en la Semana Santa,
pueden aportar su capacidad de transformar en obras bellas la teología del Amor
de Dios, encarnado en el Corazón de Cristo.
[1] Cfr. “Los retratos de Jesucristo”, en Revista Europea, 23 de agosto de 1874, n.° 26, pp. 244-251. Ramón Rodríguez Culebras, El rostro de Cristo en el arte español, Madrid, Ed. Urbión, 1974. Fermín Labarga, “El rostro de Cristo en el arte”, en Anuario de Historia de la Iglesia, vol 25 (2016) 265-316.
[2] Fermín Labarga, “El rostro de Cristo en el arte”, o.c., p. 268.
[3] André Grabar, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, Madrid, Alianza Editorial, 1985.
[4] Juan Plazaola, El arte sacro actual, Madrid, BAC, 1965, pp. 381-383.
[5] http://www.tertullian.org/fathers/addai_2_text.htm: G. Phillips, The Doctrine of Addai the Apostle, London, 1876, p. 5. Cfr. Aurelio de Santos Otero, Los Evangelios Apócrifos, Madrid, BAC 148, 1999, p. 656-663.
[6] Heinrich Pfeiffer, Il volto santo di Manoppello, Pescara, 2000.
[7] Manuela Corsini de Ordeig, Historia de la Sábana Santa, Madrid, Rialp, 2004.
[8] Mark Guscin, La Historia del Sudario de Oviedo, Avilés, 2006.
[9] F. J. Sánchez Cantón, Los grandes temas del arte cristiano en España. II. Cristo en el Evangelio, Madrid, BAC, 1951, p. 7*.
[10] Citado por Fermín Labarga, o.c., p. 275.
[11] Cristóbal Jurado Carrillo, Mosaico de Leyendas, Tradiciones y Recuerdos históricos de la ciudad de Niebla (Huelva), Lérida, 1935, pp. 75-79.
[12] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 64.
[13] Juan Plazaola, Arte e Iglesia. Veinte siglos de arquitectura y pintura cristiana, Hondarribia, Ed. Nerea, 2001, p. 115.
[14] Juan Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, Madrid, BAC, 1996, p. 176.
[15] A. Grabar, o.c., p. 150.
[16] A. Grabar, o.c., p. 191. Juan Plazaola, El arte sacro actual, Madrid, BAC, 1965, pp. 374-375.
[17] Juan Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, o.c., p. 603.
[18] Ángel Peña, OAR, Santa Margarita María de Alacoque y el Corazón de Jesús, Lima, s. f., p. 40.
https://www.autorescatolicos.org/PDF051/AAAUTORES01778.pdf
[19] Ibidem, p. 41.
[20] Ibid., p. 42.
[21] Ibid., p. 43.
[22] Cfr. Pio XII, Enc. Haurietis aquas, 15 mayo 1956.
[23] Ibidem, nº 6.
[24] Mario Righetti, Historia de la Liturgia, t., I, Madrid, BAC, 1955, pp. 875-877.
[25] Oblato de María Inmaculada, Capellán de Montmartre, El Reinado del Corazón de Jesús o La Doctrina completa de la B. Margarita María sobre la devoción al Sagrado Corazón, trad. Luis María Ortiz, S.J., Madrid, Razón y Fe, 1910, pp. 419-435.
[26] María Antonia Herradón Figueroa, “Reinaré en España. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús”, en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, vol. LXIV, 2 (julio-diciembre 2009) 193-218.
[27] Oblato de María Inmaculada, El Reinado del Corazón de Jesús, o.c., p. 403.
[28] T. A. M. Gerbier, Verdadera práctica de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Ed. José María Sáenz de Tejada, S.J., Barcelona, Luis Gili, 1959, pp. 74-81.
[29] A. M. Clark, Pompeo Batoni. A Complete Catalogue of his Works with an
Introductory
Oxford, Phaidon, 1985, p. 306, nº 303).
[30] L. Rèau, Iconografía del arte cristiano. Iconografía de la Biblia. Nuevo Testamento, t. 1, v. 2, Barcelona, 1996, p. 54.
[31] Pierre Régamey, Art sacré au XX siècle, Paris, 1952. Citado por J. Plazaola, El arte sacro actual, o.c, pp. 422-426.
[32] Francisco Pérez Gutiérrez, La indignidad en el Arte Sagrado, Madrid, Guadarrama, 1961, p. 97.
[33] Fermín Labarga, “El rostro de Cristo en el arte”, o.c., p. 305.
[34] Juan Bautista Quintero Cartes, “FonsVitae onubensis Ecclesiae. (Notas históricas de la devoción al Corazón de Jesús en la Iglesia de Huelva)”, en Actas del Congreso Internacional “Cor Iesu, Fons Vitae”, Barcelona, Edit. Balmes, 2009, pp. 620-623.