CRISTO CARDIÓFANO. ICONOGRAFÍA DEL CORAZÓN DE JESÚS

 

Manuel Jesús Carrasco Terriza

 

[Publicado en Cor Iesu. La devoción al Corazón de Jesús en la Diócesis de Huelva. Exposición Monasterio de Santa Clara de Moguer, del 15 de marzo al 20 de abril de 2019.  M. J. Carrasco Terriza (Coord.), Huelva, Obispado de Huelva, 2019, pp. 5-18. ]

 

            La conmemoración de la Consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, ocurrida en el Cerro de los Ángeles el 30 de mayo de 1919, se celebra en la Iglesia de España con un Año Jubilar, bajo el lema “Sus heridas nos han curado”. Se trata de revitalizar el espíritu que movió aquel acontecimiento, y que no fue otro que el de poner a Cristo en el centro de la vida pública y privada. A la difusión de esta devoción cristocéntrica contribuyó sin duda la iconografía de Jesucristo, mostrando su corazón, conforme a las visiones de Santa Margarita María de Alacoque. Es una buena ocasión para analizar el desarrollo de la imagen de Jesucristo en el arte desde sus orígenes[1], en cuya línea de continuidad hay que situar la iconografía del Sagrado Corazón.

Quien me ve a mí, ve al Padre

            El apóstol Felipe, entusiasmado por lo que Jesús les revelaba sobre Dios, exclamó: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”. A lo que Jesús contestó: “Felipe, ¿tanto tiempo conmigo y no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 8-9). Cristo, Verbo encarnado, es la imagen visible del Padre. El amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, laten en el corazón humano de Cristo, desde sus primeras sístoles y diástoles en Belén, hasta que fue atravesado por la lanza del soldado en el Gólgota.

            Superadas las primeras resistencias anicónicas, motivadas, por un lado, por el ambiente judaico de un Dios único irrepresentable, y, por otro, por el idolátrico mundo helenístico, se impuso la posibilidad de representar la figura de Cristo, sobre la base de la Encarnación: si Dios se ha hecho hombre, se ha hecho visible y ha aceptado ser representable. “Desde el mismo momento en que Dios asume la humanidad en la persona de Cristo, ya es posible representar a Dios bajo el aspecto humano que él ha asumido”[2]. Así quedó asentado en el Concilio II Nicea, año 787, y así lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 477:

“La Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo de Jesús, Dios "que era invisible en su naturaleza se hace visible" (Misal Romano, Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, "venera a la persona representada en ella" (Concilio de Nicea II: DS, 601)”.

            La evolución del aniconismo al icono de Cristo se produjo con la misma naturalidad con que la formulación de la fe se sirvió de los instrumentos racionales de su tiempo, bien sea en los esquemas judeocristianos, bien sea en los de la filosofía neoplatónica. Los artistas representan a Cristo conforme a modelos similares de la vida contemporánea.

Imágenes-signo de Cristo glorioso

            André Grabar[3] distingue entre imágenes narrativas, o histórico-descriptivas según Plazaola[4], de las que prescindimos en este estudio, e imágenes-signo, que también se pueden denominar imágenes contemplativas. Éstas no se refieren a hechos y escenas concretas del evangelio, sino que expresan aspectos del misterio de Cristo, en todo caso como Cristo glorioso. Las representaciones han ido evolucionando, conforme a la sensibilidad espiritual de cada época. La imagen del Corazón de Jesús se inscribe en esa serie de imágenes-signo o contemplativas.

El rostro de Cristo

            En el arte grecorromano, los personajes se identifican por los atributos de su oficio o cargo. El arte cristiano de los primeros siglos intenta, además, que los apóstoles – p. ej., Pedro y Pablo– sean reconocidos por unos rasgos faciales tipificados, aunque su fisonomía fuera desconocida. De ahí surge el deseo de figurar el retrato de Cristo, la Santa Faz, y de fundamentarlo en hechos históricos. Tal es el caso del supuesto retrato que hizo Hannan, portador de una carta del rey de Edesa para Jesús:

“Cuando Hannan, el guardián de los archivos, vio que Jesús le habló así, en virtud de ser el pintor del rey, tomó y pintó una imagen de Jesús con pinturas selectas, y llevó consigo al rey Abgar, su maestro. Y cuando el rey Abgar vio la semejanza, la recibió con gran alegría y la colocó con gran honor en una de sus casas palaciegas”[5].

            Otro es el paño de la Verónica, la vera icona, en el que Cristo dejó impreso su rostro camino del Calvario, y que Heinrich Pfeiffer identifica con el Volto Santo de Manopello[6]. De carácter distinto son los lienzos de la sepultura de Jesús, conforme al rito funerario judío, que distingue entre los lienzos para el cuerpo y el sudario para el rostro (Jn 20, 6-7): la Sábana Santa, de Turín, en la que quedó impreso el cuerpo de Jesús de forma similar al de un negativo fotográfico[7], y el Sudario de Oviedo, que conserva las manchas del rostro[8]. El hecho es que, a partir del siglo V, se va configurando un rostro de Cristo que concuerda con estas reliquias, sin que se pueda establecer taxativamente entre ellos una relación de causa y efecto.

            Las notas comunes de los rasgos faciales son los ojos almendrados, las cejas curvadas, una fina nariz y la boca ligeramente abierta, un rostro bien proporcionado, enmarcado por largos cabellos castaño claro, que aluden a su condición de nazareno, o nazir, consagrado a Dios, según la ley judaica (Núm 6, 7), a veces con un rizo sobre la frente, y la barba generalmente bífida, no muy larga. Un texto apócrifo atribuido a San Juan Damasceno describe la tipología ya consolidada en su tiempo:

“Se representó a Cristo tal como lo habían pintado los historiadores antiguos: con cejas juntas, ojos hermosos, nariz larga, cabellos rizados, cuerpo inclinado hacia adelante, rostro juvenil, barba negra, tez color de trigo, que era también la de su Madre; dedos largos”. [9]

            Otra descripción apócrifa más prolija, que hizo fortuna en el medievo, es la supuesta carta de Publio Léntulo al Senado, informando sobre el predicador galileo:

“Es de estatura alta, mas sin exceso; gallardo; su rostro venerable inspira amor y temor a los que le miran; sus cabellos son de color de avellana madura y lasos, o sea lisos, casi hasta las orejas, pero desde éstas un poco rizados, de color de cera virgen y muy resplandecientes, desde los hombros lisos y sueltos, partidos en medio de la cabeza, según la costumbre de los nazarenos. La frente es llana y muy serena, sin la menor arruga en la cara, agraciada por un agradable sonrosado. En su nariz y boca no hay imperfección alguna. Tiene la barba poblada, mas no larga, partida igualmente en medio, del mismo color que el cabello, sin vello alguno en lo demás del rostro. Su aspecto es sencillo y grave; los ojos garzos, o sea blancos y azules claros. Es terrible en el reprender, suave y amable en el amonestar, alegre con gravedad.(...) La conformación de su cuerpo es sumamente perfecta; sus brazos y manos son muy agradables a la vista”.[10]

            Aunque se trata de una leyenda muy tardía, recordemos el retrato que hace de Jesús la carta de Clodio Fabato, el soldado romano de Niebla que presenció la crucifixión:

Jossua era de cuerpo mediano, de color moreno sonrosado y semblante sereno y humilde, su carácter bondadoso estaba realzado por poblada y sedosa barba, que caía dividida sobre el pecho, ojos de cielo, y grande cabellera, que formando rizadas trenzas o guedejas descansaba sobre sus hombros”.[11]

            Un prototipo del rostro de Jesús lo encontramos en la tabla del monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí, en Egipto, de mediados del siglo VI.

            Para expresar que la naturaleza humana está unida a la divinidad –como instrumentum coniunctum divinitati[12]– el artista se servirá de varios signos, como el nimbo crucífero o las tres potencias –memoria, entendimiento y voluntad, símbolo de la Stma. Trinidad–, la mandorla mística, símbolo de la eternidad, o los fondos de oro, que simbolizan la doxa, el resplandor divino.

En el primer arte cristiano: Cristo Buen Pastor, Cristo Maestro

            En el primer arte cristiano, expresado en las pinturas de las catacumbas y los relieves de los sarcófagos, se representa a Cristo joven, imberbe, como Buen Pastor, tomando el modelo del moscóforo o el crióforo, que lleva sobre sus hombros el animal –ternero o cordero– para el sacrificio, o de las escenas bucólicas de arte popular. Lo vemos en pintura en la catacumba de San Pedro y San Marcelino, o en escultura en el Buen Pastor del Museo Laterano. Como Cristo Maestro, como orador, portando un rollo en la mano, rodeado de sus discípulos, como los filósofos, retóricos o magistrados paganos contemporáneos: así aparece, joven, en el sarcófago de Junio Baso, o en San Lorenzo de Milán (s. IV). Según Plazaola, “las primeras representaciones  o evocaciones de Cristo no son representaciones relacionadas con problemas cristológicos. No abordan el tema de la personalidad de Jesús, sino el de su misión” como Salvador, o como Maestro de la verdad.[13]

En el arte bizantino: Cristo en Majestad, Cristo Legislador, Pantocrátor

            Con la paz de la Iglesia, a partir del siglo IV, cuando los emperadores han dejado de ser considerados como seres divinos, las representaciones de éstos no son objeto de adoración, pero sí de respeto, por cuanto hacen presente al representado. Alejado el peligro de la idolatría, la imagen de Cristo es aceptada y recomendada por la doctrina de la Iglesia. Así se expresa el canon 82 del Concilio Quinisexto (año 692):

“Por tanto, para que lo que es perfecto sea representado a los ojos de todos incluso en la expresión pictórica, ordenamos que en adelante la forma humana de Cristo nuestro Dios se proponga y se pinte en vez del Cordero, para que, comprendiendo de esa manera la sublimidad de la humillación del Verbo de Dios, seamos conducidos también al recuerdo de su vida en la carne, de su pasión y su muerte salvadora y de la redención del mundo que fue operada por él”.[14]

            Las esculturas, tanto de los emperadores como de los hombres de gobierno, procuran identificar al personaje, especialmente por la indumentaria y por los atributos de su función pública. Lo mismo ocurre con la figura de Cristo: la manifestación de la persona divina a través de la naturaleza humana, ocurrida en la Transfiguración, se trasladó al arte inspirándose en la categoría más alta del ser humano, el Basileus, rodeado de sus colaboradores. La eternidad puede expresarse tanto por el aspecto venerable, por asimilación al “anciano de muchos días” (Dan 7, 9), o como el eternamente joven: es el Cristo en majestad, joven, sedente sobre el universo, en San Vital de Rávena (547), y maduro en la mayoría de los casos. Como Legislador lo vemos en la Traditio Legis, entregando la Antigua Ley a Moisés, o la Largitio Pacis a San Pedro, en Santa Constanza de Roma (s. IV). En la basílica de Santa Pudenciana, de Roma (c. 400) y en el ábside de San Cosme y San Damián (526), Cristo legislador aparece como hombre maduro y barbado, sedente o de pie.

            Como Cosmocrátor o Pantocrátor, Cristo es la encarnación de la omnipotencia divina.  Los iconógrafos bizantinos se inspiran en el ceremonial y en la indumentaria de la corte. Representan a Cristo de frente, de pie o sentado, como soberano, expresando el poder del monarca celeste, a veces entre la Virgen María y San Juan Bautista que interceden por la humanidad, formando el grupo denominado Deesis o Deisis. Un modelo acabadísimo es el de Santa Sofía de Constantinopla, de la primera mitad del siglo XII. Además, “subrayaron los rasgos físicos y la expresión del rostro, y elaboraron un tipo de facies mofletuda, de amplia barba y largos cabellos, fórmula que quería evocar a la vez al Padre y al Hijo”, según las palabras de Jesús, “quien me ve a mí ve a mi Padre” (Jn 12, 45)[15].

            En el siglo IX, los monjes del monasterio de Studium, en Constantinopla, desarrollaron una teoría sobre una cierta sacramentalidad del icono, es decir, una participación relativa del icono de Cristo con su divino modelo, su prototipo: “Serán imágenes sin referencia a la historia y al artista, en contacto con el cielo más que con la humanidad, imágenes capaces de reflejar, como si se tratara de un contacto inmediato, a los modelos sagrados, y capaces de vehicular la fuerza divina de que ellas son receptáculos”[16]. De este concepto deriva la fijación de los modelos y la repetición fidelísima de los mismos, para conservar su virtualidad. En este sentido podemos recordar el Pantocrátor del ábside de la catedral de Cefalú, de 1148.

En el arte románico: Maiestas Domini, Pantocátor

            En Occidente, el arte románico recibe el modelo del mundo bizantino. El Pantocrátor, también se denomina Maiestas Domini, y se inspira en los capítulos cuarto y quinto del Apocalipsis, como Cristo Salvador glorioso y Juez universal, con el libro de la vida y bendiciendo, enmarcado en la mandorla mística y rodeado del tetramorfos –los cuatro evangelistas– y de los veinticuatro ancianos. Un egregio ejemplo lo encontramos en el Pantocrátor, Luz del mundo, de San Clemente de Tahull (h. 1123).

En el arte gótico: Beau Dieu

            En el arte gótico, continuando su inspiración en el Cristo glorioso del Apocalipsis, las imágenes se vuelven más reales, alejándose del hieratismo de la época anterior. Es el caso del Beau Dieu, el Cristo del parteluz de la portada occidental de catedral de Amiens, fechado en 1230: de pie, bendice con la diestra y sostiene el libro de la vida en la izquierda; dentro de la seriedad de su gesto, encontramos un rostro amable. Igualmente vemos un Cristo humanizado en el Beau Dieu del transepto norte la catedral de Reims (h. 1235): en lugar del libro, lleva el orbe terráqueo en la izquierda. Incluso en el arte bizantino se advierte una cierta humanización de la figura de Cristo bendiciendo, como en el Pantocrátor del ábside de la catedral de Cefalú (h. 1148) o el del exonártex de San Salvador de Cora, Estambul (h. 1320).

En el arte renacentista: Salvator Mundi

            En la pintura renacentista de los siglos XV y XVI aparece la figura del Cristo Salvador, Salvator Mundi, representado de medio cuerpo, bendiciendo con la derecha y llevando en la diestra la esfera celeste, o el orbe coronado por la cruz redentora. Lo que más llama la atención es la mirada profunda, que penetra el alma, y que tanto favorece la piedad. En efecto, en el siglo XV surge la devotio moderna, una devoción cristocéntrica que se caracteriza por la subjetividad, la interioridad y la emotividad, y que suscita la demanda de imágenes de pequeñas dimensiones, para satisfacer la devoción particular en la intimidad. Este movimiento espiritual, nacido en los Países Bajos, encontró su expresión artística en los flamencos. Según Plazaola, «de las pinturas de Van der Weyden y de Dierik Bouts se desprende un sentimiento de piedad conmovedora, que refleja la espiritualidad de la devotio moderna, desprovista de toda exhibición grandiosa de santidad, de todo preciosismo decorativo y, en cambio, transida de concentración afectiva y silenciosa»[17].

            A partir de los flamencos Rogier van der Weyden, en el Tríptico Braque (1452), Hans Memling (1481), Joos van Cleve (c.1516-18), podemos ver multitud de ejemplos en los italianos Carlo Crivelli (c. 1472), Antonello de Messina (1475), Andrea Previtali (1519), y los más famosos Leonardo da Vinci (h. 1500) y Tiziano (1570), Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (hacia 1650) y, en España, Juan de Juanes, en su Salvador Eucarístico  (1545-1550) y el Greco, en el Salvador del Museo del Prado (1608-1614). Podemos decir que el Salvator Mundi es la iconografía más inmediata a la del Sagrado Corazón de Jesús.

Cardiofanías de Cristo a Santa Margarita María de Alacoque

            Entre 1673 y 1675, Jesucristo se manifestó en varias ocasiones a Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación en Paray-le-Monial, mostrándole su corazón inflamado, en relación siempre con la Sagrada Eucaristía. Tales apariciones han dado lugar a una nueva iconografía cristífera: la del Sagrado Corazón de Jesús.

            Según ella misma cuenta, el 27 de diciembre de 1673, estando delante del Santísimo Sacramento, Jesús le dijo:

“Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres y por ti en particular que, no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su ardiente caridad, le es preciso comunicarlas por tu medio y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros que te estoy descubriendo”[18].

            En la segunda revelación principal (1674) se presentó el Corazón de Cristo como en un trono de llamas, transparente como un cristal con su adorable llaga, rodeado de una corona de espinas, y coronado por la cruz, que simbolizaba los sufrimientos redentores de la Pasión.

“Me hizo ver [...] el ardiente deseo que tenía de ser amado de los hombres y de apartarlos del camino de la perdición [...]. Pero es preciso honrarle bajo la figura de ese Corazón de carne, cuya imagen quería que se expusiera y que llevara yo sobre mi corazón. Y dondequiera que esta imagen fuere expuesta para ser honrada, derramaría sus gracias y bendiciones”[19] .

            La tercera revelación principal tuvo lugar también en 1674. Estando en adoración ante el Santísimo Sacramento, se le presentó Jesucristo, radiante de gloria con sus cinco llagas.

“Por todas partes salían llamas de su sagrada humanidad, especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Abrióse éste y me descubrió su amantísimo y amabilísimo Corazón, que era el vivo foco de donde procedían semejantes llamas”[20].

            La cuarta y última revelación principal ocurrió el 16 de junio de 1675:

“Descubriendo su divino Corazón me dijo: He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y en reconocimiento no recibo de la mayor parte más que ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento del amor”[21].

            Estas cardiofanías han inspirado la iconografía de Jesucristo mostrando su divino corazón, como imagen-signo del amor de Dios. Estas revelaciones privadas, reconocidas por la Iglesia, no aportan nuevos contenidos a la Revelación, pero contribuyen a profundizar y expresar el amor de Dios anunciado en el Antiguo Testamento y encarnado en Cristo[22].

            En los profetas, el amor de Dios aparece bajo las formas de la relaciones paterno-filiales o esponsales de Yahvé con su pueblo:

“Cuando Israel era niño, yo lo amé; y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos... Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor” (Os 11, 1, 3-4; 14, 5-6).

“Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidar a su pequeñuelo, no apiadarse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésta se olvide, yo no me olvidaré de ti” (Is 49, 5-6).

“Con amor eterno te amé, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia... Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 3, 33-34).

            “Dios es amor” (I Jn 4, 8), y Cristo visibiliza el amor de Dios, palpitando en un corazón humano. El corazón de Cristo “es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano”[23] . San Pablo lo expresaba así:

“Que Cristo habite por la fe en nuestros corazones, de modo que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor de Cristo que sobrepuja todo conocimiento” (Ef 3, 17-19).

            Ese amor llegó a su máxima expresión en la entrega de su voluntad a la voluntad de su Padre. En Getsemaní, su corazón latió con tanta fuerza que los poros de su piel sudaron sangre. La corona de espinas, más que en su cabeza, se clavó en su corazón. Finalmente, en el Calvario, una lanza atravesó su costado, y de su corazón brotó sangre y agua.

            Todos los Padres de la Iglesia, obispos, teólogos y escritores místicos, han glosado el misterio del amor de Cristo. Entre estos últimos podemos citar a Santa Matilde y Santa Gertrudis de Helfta, y Santa Ángela de Foligno. Pero fue San Juan Eudes quien inició el culto a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, en 1670, con oficio litúrgico propio. Sin embargo, la expresión iconográfica hay que atribuirla a las cardiofanías de Santa Margarita María de Alacoque, en los inmediatos años de 1673-1675. Su director espiritual, P. Claudio de la Colombière, jesuita, contribuyó a su rápida expansión por todo el orbe católico. La devoción al Corazón de Jesús fue, desde entonces, distintivo de la Compañía de Jesús.

            En España, el gran difusor de esta devoción fue el beato Bernardo de Hoyos, S. J. (1711-1735). El 14 de mayo de 1733, recibió la llamada Revelación de la Gran Promesa:

Dióseme a entender que no se me daban a gustar las riquezas de este Corazón para mí sólo, sino para que por mí las gustasen otros. Pedí a toda la Santísima Trinidad la consecución de nuestros deseos, y pidiendo esta fiesta en especialidad para España, en que ni aun memoria parece hay de ella, me dijo Jesús: Reinaré en España, y con más veneración que en otras muchas partes”.

            En efecto, además de la manifestación del amor de Cristo encarnado hecha a Santa Margarita María de Alacoque, Jesús prometió reinar en aquellos lugares donde se le rindiera culto a su divino Corazón. Fue divisa de esta devoción la segunda petición del Padre Nuestro: “Venga a nosotros tu reino”, Adveniat regnum tuum. En el prefacio de la misa de su fiesta se especifica que se trata de un “reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”.

            La devoción fue aprobada y fomentada por los Sumos Pontífices. En 1765 el Papa Clemente XIII concede la fiesta del Sagrado Corazón, con misa propia, al reino de Polonia y a la archicofradía romana del Sagrado Corazón. Pío IX en 1856 extendió la fiesta litúrgica a la Iglesia universal. León XIII consagró el género humano al Sagrado Corazón en 1899 y le dedicó la encíclica Annum sacrum. Pío XI el 8 de mayo de 1928 publicó la encíclica Miserentissimus Redemptor sobre la expiación que todos deben al Sagrado Corazón de Jesús, renovó la consagración y dotó el texto de la misa con un prefacio propio[24]. Y Pio XII, el 15 de mayo de 1956, publicó la encíclica Haurietis aquas, magnífica síntesis doctrinal de esta devoción. Y el 6 de febrero de 1965, Pablo VI publica la carta apostólica Investigabilis divitias, recordando la fiesta litúrgica establecida por Clemente XIII. San Juan Pablo II, el 11 de junio de 1999, renovó la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús, al conmemorarse el centenario de la consagración establecida para toda la Iglesia por  León XIII.

Tipología de las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús

            La denominación “Sagrado Corazón de Jesús” puede referirse directamente al corazón, o designar a la persona de Cristo: el todo –Cristo– por la parte –el corazón–.

Corazón símbolo

            Las representaciones del divino corazón, independiente de la figura de Cristo, tienen un carácter simbólico. Fue la primera forma de plasmar las cardiofanías de Santa Margarita, primeramente dibujado el corazón por las mismas religiosas, y ya a finales de 1687 estampado en París[25]. Suele aparecer en objetos de piedad personal –escapularios, detentes, medallas[26]–, grabados de libros piadosos, o en objetos litúrgicos en relación con la Sagrada Eucaristía, como relieves de puertas de sagrario, copones, portaviáticos, ostensorios, etc.

            La Iglesia prefiere que se exponga al culto no un corazón aislado, sino la persona de Cristo, con su corazón manifiesto en el pecho, según decreto de la Sagrada Congregación de Indulgencias, de 14 de septiembre de 1877[27].

Corazón visible en Cristo cardióforo o en Cristo cardiófano

            Básicamente hay dos maneras de representar la persona de Jesucristo mostrando su divino Corazón, según las apariciones a Santa Margarita: una con el corazón unido a su persona, y otra con el corazón separado de su lugar natural[28]. Podemos denominar la primera iconografía como Cristo cardiófano, Cristo que transparenta su pecho como en un fanal y deja ver su corazón; y la segunda como Cristo cardióforo, portando y ofreciéndolo en su mano.

            La primera representación plástica de Jesucristo en persona mostrando su corazón se realizó después de la aprobación del culto por Clemente XIII en 1765. Tal fue el óleo sobre cobre que pintó Girolamo Pompeo Batoni para la iglesia del Iesú, de Roma, 1767, conforme a la cardiofanía de Santa Margarita María de Alacoque. Poco después, en 1780, por encargo de la reina María Francisca de Portugal, Batoni desarrolló la iconografía en un gran óleo para la basílica de la Estrella de Lisboa[29].

            Se repite la afirmación de L. Rèau de que las esculturas del Sagrado Corazón “proceden” de la figura de Cristo esculpida por el danés Thorvaldsen en 1838 para la Catedral luterana  de Nuestra Señora de Copenhague[30]. En realidad, la imagen representa al Salvador, sin mostrar su divino corazón, si bien su gesto amoroso, con los brazos abiertos, es avalado por el texto de su pedestal, de Mt 11, 28: “Venid a mí, los que estáis cansados y agobiados”. No negamos que en ciertos casos haya podido servir de inspiración, sobre todo en monumentos públicos, como el del Cerro de los Ángeles, de Aniceto Marinas, 1919. Pero pensamos que la iconografía generalizada del Sagrado Corazón hay que situarla en continuidad con la figuración del Salvator Mundi y con los modelos grecorromanos del maestro o rétor togado, habida cuenta que tal representación surge en la época del arte neoclásico.

            La forma más habitual es la de Cristo cardiófano. Suele estar de pie, vestido con túnica blanca y manto rojo. Sobre su pecho se muestra el corazón llagado por la lanza, rodeado de espinas y coronado por una cruz que emerge de unas llamas, y emitiendo rayos de luz. Puede tener los brazos abiertos, como signo de acogida amorosa, pero en más ocasiones señala con la izquierda el divino corazón al tiempo que bendice con la derecha, ambas manos marcadas por las heridas de los clavos. A veces, se señala con la derecha y extiende la izquierda en gesto de otorgar favores. Es menos habitual que aparezca sentado sobre un trono, con la esfera celeste coronada por la cruz en su izquierda, bendiciendo con la diestra, y con la corona a sus pie, en cuyo caso representa a Cristo Rey, en consonancia con las revelaciones de Santa Margarita y del Beato Bernardo de Hoyos: “Reinaré...”.

            La intención de representar el amor divino induce al artista a buscar expresiones de ternura, de cercanía, la cabeza levemente inclinada y una mirada penetrante de dulzura, en consonancia con la piadosa invocación a Cristo como “Dulcísimo Corazón de Jesús”, gesto que también intenta traslucir su deseo de ser consolado por las ofensas recibidas, como dice la Escritura: “Busqué quien me consolara y no lo hallé” (Sal 69, 20).

            La rápida difusión de esta devoción, potenciada por los Sumos Pontífices, por los jesuitas y por otras congregaciones religiosas, coincidió con una época de debilidad en el arte sacro, unido a la proliferación de imágenes producidas en serie en los talleres del barrio parisino de San Sulpicio o en los de Olot. Pierre Régamey caracterizaba la decadencia del arte sacro en esta época por su sentimentalismo, el interés por lo anecdótico y por un didactismo elemental[31]. Se expuso a la devoción de los fieles una imaginería de “rasgos anodinos, sensibleros en exceso, y no raras veces incluso feminoides”[32], como puede verse en el lienzo anónimo de fines del XVIII, del monasterio de Clarisas de Arcevia (Ancona)[33].

            No por ello se puede considerar deleznable la iconografía del Sagrado Corazón, pues incluso en obras de serie se pueden contemplar imágenes muy dignas, como las que se muestran en esta exposición. Más aún, hemos de destacar la calidad y nobleza de imágenes del Sagrado Corazón, en las que el vigor no ahoga el amor y la misericordia,  en continuidad con la tradición del Salvator Mundi, de mirada comunicativa y penetrante, como las realizadas por escultores de nuestra tierra, como Sebastián Santos, Castillo Lastrucci, Pinto Soldán, Rivera García, Barbero Medina, Cerquera Becerra, Enrique Orce, León Ortega, Moreno Daza y Martín Lagares[34].

Conclusión

            La celebración del centenario de la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús puede motivar la vuelta a las fuentes teológicas de la devoción, tal como la resume el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 478:

“El Corazón del Verbo encarnado. Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), "es considerado como el principal indicador y símbolo [...] de aquel amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres" (Pío XII, Enc. Haurietis aquas: DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812)”.

            Una nueva imaginería, digna y noble, de valor artístico, debería desplazar a aquellas otras figuras de menor calidad. Muchos y buenos imagineros, que hoy lucen su arte en la Semana Santa, pueden aportar su capacidad de transformar en obras bellas la teología del Amor de Dios, encarnado en el Corazón de Cristo.



[1] Cfr. “Los retratos de Jesucristo”, en Revista Europea, 23 de agosto de 1874, n.° 26, pp. 244-251. Ramón Rodríguez Culebras, El rostro de Cristo en el arte español, Madrid, Ed. Urbión, 1974. Fermín Labarga, “El rostro de Cristo en el arte”, en Anuario de Historia de la Iglesia, vol 25 (2016) 265-316.

[2] Fermín Labarga, “El rostro de Cristo en el arte”, o.c., p. 268.

[3] André Grabar, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, Madrid, Alianza Editorial, 1985.

[4] Juan Plazaola, El arte sacro actual, Madrid, BAC, 1965, pp. 381-383.

[5] http://www.tertullian.org/fathers/addai_2_text.htm: G. Phillips, The Doctrine of Addai the Apostle, London, 1876, p. 5. Cfr. Aurelio de Santos Otero, Los Evangelios Apócrifos, Madrid, BAC 148, 1999, p. 656-663.

[6] Heinrich Pfeiffer, Il volto santo di Manoppello, Pescara, 2000.

[7] Manuela Corsini de Ordeig, Historia de la Sábana Santa, Madrid, Rialp, 2004.

[8] Mark Guscin, La Historia del Sudario de Oviedo, Avilés, 2006.

[9] F. J. Sánchez Cantón, Los grandes temas del arte cristiano en España. II. Cristo en el Evangelio, Madrid, BAC, 1951, p. 7*.

[10] Citado por Fermín Labarga, o.c., p. 275.

[11] Cristóbal Jurado Carrillo, Mosaico de Leyendas, Tradiciones y Recuerdos históricos de la ciudad de Niebla (Huelva), Lérida, 1935, pp. 75-79.

[12] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 64.

[13] Juan Plazaola, Arte e Iglesia. Veinte siglos de arquitectura y pintura cristiana, Hondarribia, Ed. Nerea, 2001, p. 115.

[14] Juan Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, Madrid, BAC, 1996, p. 176.

[15] A. Grabar, o.c., p. 150.

[16] A. Grabar, o.c., p. 191. Juan Plazaola, El arte sacro actual, Madrid, BAC, 1965, pp. 374-375.

[17] Juan Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, o.c., p. 603.

[18] Ángel Peña, OAR, Santa Margarita María de Alacoque y el Corazón de Jesús, Lima, s. f., p. 40.

https://www.autorescatolicos.org/PDF051/AAAUTORES01778.pdf

[19] Ibidem, p. 41.

[20] Ibid., p. 42.

[21] Ibid., p. 43.

[22] Cfr. Pio XII, Enc. Haurietis aquas, 15 mayo 1956.

[23] Ibidem, nº 6.

[24] Mario Righetti, Historia de la Liturgia, t., I, Madrid, BAC, 1955, pp. 875-877.

[25] Oblato de María Inmaculada, Capellán de Montmartre, El Reinado del Corazón de Jesús o La Doctrina completa de la B. Margarita María sobre la devoción al Sagrado Corazón, trad. Luis María Ortiz, S.J., Madrid, Razón y Fe, 1910, pp. 419-435.

[26] María Antonia Herradón Figueroa, “Reinaré en España. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús”, en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, vol. LXIV, 2 (julio-diciembre 2009) 193-218.

[27] Oblato de María Inmaculada, El Reinado del Corazón de Jesús, o.c., p. 403.

[28] T. A. M. Gerbier, Verdadera práctica de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Ed. José María Sáenz de Tejada, S.J., Barcelona, Luis Gili, 1959, pp. 74-81.

[29] A. M. Clark, Pompeo Batoni. A Complete Catalogue of his Works with an Introductory Oxford, Phaidon, 1985, p. 306, nº 303).

[30] L. Rèau, Iconografía del arte cristiano. Iconografía de la Biblia. Nuevo Testamento, t. 1, v. 2, Barcelona, 1996, p. 54.

[31] Pierre Régamey, Art sacré au XX siècle, Paris, 1952. Citado por J. Plazaola, El arte sacro actual, o.c, pp. 422-426. 

[32] Francisco Pérez Gutiérrez, La indignidad en el Arte Sagrado, Madrid, Guadarrama, 1961, p. 97.

[33] Fermín Labarga, “El rostro de Cristo en el arte”, o.c., p. 305.

[34] Juan Bautista Quintero Cartes, “FonsVitae onubensis Ecclesiae. (Notas históricas de la devoción al Corazón de Jesús en la Iglesia de Huelva)”, en Actas del Congreso Internacional “Cor Iesu, Fons Vitae”, Barcelona, Edit. Balmes, 2009, pp. 620-623.